Galicia

Alfonso VIII, «el de las Navas»

Tras la larga lucha de Alfonso VI para contrarrestar la ofensiva de los fanáticos guerreros almorávides saharianos –que invadieron la Península en defensa de los reinos de Taifas–, España experimentó una segunda y no menos violenta invasión de guerra santa, que sólo tuvo un freno posible con la extensión en la Península de una espiritualidad de Cruzada religiosa. La derrota de Uclés (1108) sumió al Reino de Castilla en una etapa traumática, coincidiendo con una honda crisis, durante el reinado de Doña Urraca (1109-1126). Ciertamente, el ideal de cruzado hispánico coincidió con el europeo, alentado y dirigido, en su convocatoria, por la Santa Sede. También en España se puso de manifiesto la tendencia cristiana europea en un movimiento de retorno y de fe, claramente apreciado en la renovación cultural supuesta por el espíritu cluniacense, que penetró a través del Reino de Navarra, uniéndose al espíritu castellano en la ósmosis espiritual ocurrida en los monasterios, así como en la formalización del camino de Santiago de Compostela, camino de fe, peregrinación, comercio, arte y cultura, que desde la cuenca del río Garona, atravesando Castilla Vieja, conducía hasta la tumba del apóstol, entre la recia meseta castellana y la cordillera y el mar cantábricos.

El espíritu militar de cruzada se puso de manifiesto, por una parte, en la aproximación y colaboración de un idéntico fin de fe religiosa entre los reinos peninsulares para acceder a empresas con pérdida del sentido patrimonialista, para consolidarlo, con robustez, en empresas que comienzan a considerarse comunes. Pero, sobre todo, tal actitud se reflejó claramente en la fundación y establecimiento de las órdenes militares en zonas fronterizas musulmanas y el establecimiento de la militarización, en cuanto condición de lealtad, en las comunidades de convivencia concejil de índole agrario y gremial. En los extensos territorios donde se establecieron las encomiendas surgió el espíritu religioso de intransigencia que selló, desde entonces, el siguiente proceso de la Reconquista y repoblación de España. Se mantuvo hasta lo que se ha llamado con singular fuerza «hecho oceánico», es decir, la vocación marinera que condujo a la expansión atlántica y el surgimiento en el extremo Occidente de los reinos americanos de Nueva España y Perú, a su vez núcleos de expansión continental y creación de gobernaciones, audiencias y ciudades, así como instituciones para el gobierno, con leyes propias para las fundaciones, unidos a la espiritualidad del humanismo español y la prodigiosa conquista espiritual supuesta por la evangelización del Nuevo Mundo.

Se trata de un proceso «long run», que se inició en el siglo XII castellano. En efecto, Alfonso VII, «el Emperador» (1105-1157), hijo de Doña Urraca, reina de Castilla y de León, y del Conde Raimundo de Borgoña, fue fundador de una nueva dinastía, la de Borgoña. Dividió la monarquía entre sus dos hijos, según la tesis patrimonialista vigente, dejando a Sancho Castilla y Toledo, y a Fernando, León y Galicia. La muerte prematura de Sancho –que sólo llegó a reinar un año– dejó el Reino a un niño de tres años de edad, Alfonso VIII, «el de Las Navas», que por testamento de su padre quedó bajo tutoría del conde gallego Gutierre Fernández de Castro, que fue rechazado por Manrique de Lara, jefe de la casa castellana de Lara, originando una larga contienda entre ambas casas que ensangrentó y debilitó a Castilla. Ello fue aprovechado por los reyes de Navarra y León para apoderarse de ciudades y territorios castellanos. A la inevitable reconstrucción y el consiguiente enfrentamiento guerrero, tuvo Alfonso VIII que dedicar una buena parte de su reinado, cuando alcanzó la mayoría de edad en las Cortes de Burgos del año 1169, que también aprobó su matrimonio con Leonor de Plantagenet, hija del rey de Inglaterra Henry II Anjou (1154-1189), que otorgó como dote el ducado de Gascuña, fronterizo con Guipúzcoa.

El reinado de Alfonso VIII reviste una gran importancia como precursor de la unidad de Castilla y Aragón, mediante un tratado de alianza con el rey de Aragón Alfonso II, así como una inteligente política de reconciliación con los reyes de Navarra y León. Con clarividencia comprendió que la unidad cristiana peninsular era esencial para defenderse de la invasión almohade, dirigida por el Califa Abu Abd Allah Muhammad al-Nasir; al frente de un poderoso ejército invadió España, lo cual exigió la demanda al Papa Inocencio III de la Bula de Cruzada, inmediatamente concedida, subrayada por la colaboración de las dos grandes figuras de la Iglesia española, Don Rodrigo Ximénez de Rada, Arzobispo de Toledo, y Don Tello Téllez de Meneses, Obispo de Palencia.

En un prodigio de organización, Alfonso VIII obtuvo la decisiva victoria de Las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212), en la provincia de Jaén, que ostenta un significado histórico múltiple de considerable importancia para el futuro de la unidad de España.