Restringido

Algo huele mal en Cataluña

El Barça se vistió de amarillo en París y perdió. Y a Carme Forcadell no se le ocurre nada mejor que vestir de amarillo a los que protestan en la calle bajo la lluvia. Lo más seguro es que también pierdan. El amarillo da mala suerte. Y esta campaña de agitación callejera contra la decisión del Tribunal Constitucional tiene algo de amarillenta desde el primer día. Una consulta ilegal, unas preguntas fraudulentas, un contraste de pareceres sofocado desde el poder y, por tanto, inexistente, ningún apoyo internacional ni del mundo del dinerito, sino todo lo contrario, y el principal partido impulsor con la sede embargada por corrupción y con su creador y guía en manos de la Justicia por evasión fiscal, cuando menos. Algo huele mal en Cataluña. Los separatistas más entusiastas y anticuados, con Oriol Junqueras a la cabeza, proponen seguir adelante con la campaña, con el dinero del contribuyente, para no ser «cómplices» del Tribunal Constitucional, mientras el pobre Artur Mas hace equilibrios en la cuerda floja antes de caer al suelo, como la estatua de Jordi Pujol en Premià de Dalt, y romperse definitivamente la crisma. Advierte, para evitar el procesamiento y justificar ante sus huestes la retirada de la campaña, que «la desobediencia no siempre lleva a la victoria», pero, a la vez, para que la calle no se vuelva contra él, que aparece a estas horas como el gran derrotado, dice que no piensa rectificar. Pues qué bien. El astuto Artur Mas aún confía en el TC, al que tanto ha denigrado. Pero pocos confían ya en él.

La frustración es de color amarillo, lo mismo que la envidia, y puede teñirse de rojo de sangre –los colores de la senyera– si se sigue agitando emocionalmente la protesta callejera y fomentando el odio irracional de las masas. El Gobierno catalán, si aún le queda una pizca de sentido de la responsabilidad, debería evitar que la agitación social se le vaya de las manos. Forzar las cosas conduce al desbarajuste, al sufrimiento y a una mayor frustración. De toda esta peligrosa y atolondrada aventura se saca una nítida conclusión: el problema catalán no se soluciona con más autonomía, como quieren los ingenuos de la «tercera vía», sino con menos. Aumentar la autonomía supondría un escalón más hacia la independencia, a la que los nacionalistas, ayer moderados, han demostrado que no están dispuestos a renunciar. El pacto, más bien amarillento, que establecieron en su día Felipe González y Jordi Pujol, según el cual CiU renunciaba por un tiempo a la independencia a cambio de dar carpetazo al «caso Banca Catalana» y de otras dádivas suculentas, se ha roto ahora estrepitosamente. Y las generosas concesiones del presidente Zapatero a los nacionalistas ya se ve a qué han conducido. Así que para salir de este fango maloliente hay que cambiar de política nacional.