José Jiménez Lozano

Almoneda de Europa

Cuando llegó la puesta en circulación del euro, las autoridades económicas europeas afirmaron categóricamente, para que nos lo aprendiéramos de memoria, que el euro iba a modificar profundamente el modo de pensar de sus usuarios, haciéndolos sentirse miembros de una comunidad de trescientos millones; pero claro está que algo había que decir y que lo que estas retóricas significaban, como ya se ha visto y comprobado, era que todo sería más complicado y difícil, sólo que «dicho en bonito».

Esta comunidad europea de rostros pálidos, que Europa sigue llamándose, y que evoca con ese nombre siglos en nuestra mente y nuestro corazón, se venía alzando hasta ahora en la pura eufonía de su nombre, pero ya ni lo enfatiza, pero hace tiempo que comenzó a mostrar que en sus adentros no hay nada, y que es como un maniquí de cartón de escaparate. Y hasta el escaparate se hace añicos ahora.

Durante mucho tiempo, se ha estado machaconeando sobre la importancia de sentirnos Europa, y no parecía, si no, que Europa acababa de nacer, y lo que sucedía era que estaba comenzando a perecer. La transmisión cultural que venía realizándose durante siglos, y sobre la que se sostenía ese nombre y la realidad que había detrás, comenzaba a liquidarse al mismo ritmo que la razón cognitiva se convertía en instrumental y política, y el habla en palabrería tecnocrática inacabable.

Hasta hace poco, en efecto, con las teorías del multiculturalismo, se consideraba que esta nuestra cultura occidental era una más, sin mayor relevancia, entre las diversas culturas del mundo; pero, pasadas luego las cosas a conciencia por un cedazo crítico más moderno, se llegó a la conclusión de que esta cultura, producida por los viejos «rostros pálidos muertos», se originó en un pasado de tinieblas, y no ofrece más interés para nosotros, que el museístico y turístico, animado con alguna complementariedad lúdica y gastronómica para efectos económicos. Y no tendría ningún sentido quebrarse la cabeza con lecturas de lo escrito por antiguos señores. La creatividad es también cosa nuestra, y todo juega a nuestro favor, porque, al fin y al cabo, nosotros vivimos en la plenitud de los tiempos, que se consideraba hasta ayer por la mañana una «Tierra de Jauja» inacabable, gracias al hiper-realismo post-moderno que consigue que lo que se dice sea más real que la realidad: un invento de humo como desarrollo sostenible o movimiento continuo, pero que funciona, gracias igualmente a que no tenemos ya los prejuicios morales de otros tiempos, que compartieron las antiguas mentes europeas.

Pero de aquí se pasó todavía a conclusiones más radicales, según las cuales las demás culturas que hay sobre la tierra son dignas de tenerse en cuenta, pero no la occidental, que sólo sería una historia de depredaciones y horrores, y sobre todo está anclada en el judeo-cristianismo, resumen de todo mal, que hay que extirpar, comenzando por no nombrarlo siquiera. Y así quedamos abiertos a cualquier cosa: y en realidad al primero que nos conquiste y liquide, de lo que no sería el más sorprendido, por cierto, el señor Freud precisamente, con su aviso del «instinto de muerte». Y dicho sea todo esto, en estos tiempos de muertes dulces y llenas de dignidad moderna.

Lo que venga después de estas maniobras, que ya llevan decenios, ni siquiera parece que importe a quienes teorizaron y pusieron en práctica proyectos siempre más inimaginables, de manera que el diseño de Europa bien puede acabar en nada como todo lo perecedero, pero antes de lo previsible. Adorno aseguró que lo que en política no era teología era comercio, y tenía su razón, pero la gran salud económica y el comercio también pasaron para Europa. El gran transatlántico europeo hace agua y estamos cerca del «¡Sálvese quien pueda!». Ya sólo podemos esperar que los países de la Europa bastante deshecha y saqueada por parte de su oligarquía política no se disuelvan en la nada. Y hace ya mucho tiempo que nuestros aires europeos huelen a fin de fiesta y a almoneda.