Joaquín Marco

Aún podría ser peor

Aún podría ser peor
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Andamos con el alma en vilo con las elecciones de Cataluña, tema que se resolverá el domingo y, luego, ya se verá. Cada día que abrimos el periódico nos enteramos de nuevas subidas de tasas (las judiciales, aunque retrasadas, por ejemplo) y de recortes en temas tan sensibles como la investigación (se ha eliminado becarios, aprobados ya, que hacían sus tesis doctorales en universidades y el Ministerio hasta retrasa en más de lo posible los pagos ordinarios). Las decisiones tomadas respecto a los desahucios de viviendas son tan tibias que apenas si pueden acogerse a ellas un 3% de quienes tienen la espada sobre su cabeza. Estamos viviendo en un panorama desolador y Europa no parece querer modificar unas hojas de ruta que se han manifestado casi del todo improcedentes. Los países intervenidos -por decirlo suavemente- no escapan del cerco al que se les ha sometido. Pero aún podría ser peor y tal vez lo acabe siendo. Angela Merkel estudiará si hay que concederle a Grecia dos años más de prórroga de sus males de escaso remedio, lo que le permitiría una brizna de alivio. De otro modo, si no se alcanza un acuerdo con el FMI, caerá la pieza griega mientras se está debilitando, por otra parte, la francesa. Antonis Samarás está a la espera de lo que puedan decidir agentes ajenos.

Porque casi todo en Europa se decide o en Berlín o más allá de sus fronteras, en el arcano del 1% de la población mundial que domina económicamente el otro 99%. Las diferencias sociales, en Occidente, se están incrementando progresivamente. En «Federico y su balcón», la novela póstuma, recién aparecida, de Carlos Fuentes, se manifiesta un cierto paralelismo entre «la revolución» de los indignados y la francesa del siglo XVIII. Tal vez la soviética, más próxima, cometió tantos desafueros y barbaridades que el modelo se ha tornado inservible. Pero, dada la situación creada en ciertos países, un estallido revolucionario se habría supuesto como más que probable. Sin embargo, aún podría ser peor. Nadie conoce bien quién empezó la última escalada de violencia en Gaza. Israel y Gaza, ésta última bajo el poder de Hamas, que casi coincide con los «Hermanos Musulmanes» que hoy gobiernan Egipto bajo la batuta de Mohamed Mursi, son como los niños pequeños que se pelean a trompazos sin que logremos averiguar quién empezó primero. Hay que remontarse en la reciente historia para desentrañar la conflictividad de un enclave separado de lo que entenderíamos como Palestina. Sin ir muy lejos, desde 1948 hasta 1967 fue ocupada por Egipto, quien tuvo que cederla a Israel tras la fulgurante derrota de aquella guerra relámpago, la Guerra de los Seis Días, que convirtió al Ejército judío en un ejemplo de técnica y eficacia militar. Fue Ariel Sharon quien devolvió el territorio ocupado en 2005, como quien dice ayer, a una cada vez improbable Palestina, que está llamando ahora a las puertas de la ONU para ser admitida como Estado observador. Este pequeño desacuerdo, esta pelea de misiles le ha costado a Israel cinco soldados, un lluvia de misiles, tal vez iraníes, que casi nunca dan en el blanco y a Gaza ciento cincuenta muertos, más un millar de heridos y destrucciones de toda índole, incluidos los servicios de prensa, objetivo ahora de cualquier ejército que se precie.

Viajó a la zona la brillante ministra de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, aunque nadie sabe muy bien por qué. Pasó y volvió Ban Ki- moon. Pero Mursi y Hillary Clinton, con Obama al quite, han sido los auténticos interlocutores de ambos bandos, incapaces de sentarse a una mesa y ordenar algo las ideas. ¿Quién puede extrañarse de un cierto radicalismo en la población de Gaza? Estuvieron muchos años bajo ocupantes y colonos judíos. Y hoy, islámicos, como su entorno, apenas sobreviven, apoyados por la fortaleza lejana de un Irán, país de referencia, con una Siria bañada en sangre y dividida y un Líbano en peligro de contagio. Desde que Jahbel Mescal se opone a El Asad el cambio de piezas resulta evidente. Simplificando, los sunís están apoyados por los EE.UU., en tanto que los chíis lo están por Irán, Irak y el Hezbolá libanés. Todavía los países del Oriente Medio se muestran incapaces de poner orden en aquellas llamadas «revoluciones» que tardarán lo que tarden en formalizar un sistema que les permita conjugar islamismo y democracia, aunque ésta sea a su manera. Si en lugar de vivir en este calamitoso país anduviéramos entre los escombros de aquel otro, en el que ambos contendientes han ganado y perdido, aún podría ser peor. No es, por consiguiente, imprescindible que nuestros políticos nos insuflen pequeñas dosis de optimismo. El Banco de España no lo hace. Cada quien en su casa sabe cómo andan las cosas y muchos prevén que irán a peor, pese a la buena voluntad de algunas autoridades. Seamos sensatos, éste es un país viejo que se enriqueció con excesiva rapidez y corruptelas. No todos los males vienen de la construcción. Los Bancos y otros hicieron, cuantos pudieron, su agosto. Tendrán que ir y volver de nuevo varias veces las golondrinas para que veamos un horizonte más despejado. No es de extrañar la indignación juvenil: el 50% sin trabajo y otros a su busca alrededor del planeta. Ni de los que son desahuciados, ni de quienes pierden su trabajo, ni de cuantos autónomos o pequeñas empresas se ven obligados a bajar las persianas o los sueldos, ni de aquellos que lo son a prejubilarse. Somos un 40% más pobres. Descendemos al ritmo del precio de nuestros pisos. Aún podría ser peor.