José Antonio Álvarez Gundín
Banalización de la violencia
La chica de Sabadell que propina a otra la paliza más vista de internet es de una simplicidad tan brutal como sus golpes: es semianalfabeta, está en guerra con el mundo y le partirá la cara a quien le lleve la contraria. No hay doblez ni hipocresía en su ofuscación destructora. Es todo cuanto ha aprendido en sus 14 años y lo expresa con su lenguaje usual: a patadas. Sin embargo, no son mejores ni más inocentes ni menos censurables las amigas que grabaron la agresión con cierto regodeo y parsimonia, si acaso advirtiendo cínicamente: «¡Para ya, María, que hay gente!». La maldad de la agresora está a la vista de todos, pero quien banaliza la violencia es la amiga que graba la escena con el propósito de colapsar la red y protagonizar el «trending topic» del mes.
La fascinación por el espectáculo violento no es ninguna novedad, pero sí lo es la dimensión moral que ha adquirido debido a las nuevas tecnologías. La posibilidad de transmitir en un instante una imagen o una escena a millones de espectadores convierte a cualquier persona anónima en protagonista, en actor principal sin cuyo concurso nada trascendería más allá de sus narices. Quien graba la tunda de María lo hace imbuida por su papel de gran artista invitada, emocionada por la repercusión que tendrá en internet y muy consciente de la notoriedad que alcanzará armada con su teléfono móvil. El teatro digital ha sacado a escena un nuevo personaje: el que graba. El rey de Youtube. No se pregunta si está bien o mal lo que ve, no le asaltan dudas éticas, carece de remordimientos morales. Le importa un bledo si la víctima se desangra. Pero no se trata sólo de María y sus amigas. La apología digital de la violencia tiene en los antisistema a sus máximos exponentes. Grabar la agresión a un policía, el resplandor de un contenedor en llamas o la destrucción de una oficina bancaria se ha convertido en parte sustancial del mensaje ideológico. La red alberga cientos de vídeos que glorifican las batallas campales como gestas heroicas, desde la expulsión de la Policía del barrio de Lavapiés hasta la más reciente en Bilbao, donde los batasunos encapuchados arrasaron el centro de la ciudad mientras la Ertzaintza se cruzaba de brazos. Es precisamente esa sensación de impunidad y la certeza de que sus actos no tendrán consecuencias lo que estimula la imitación y envalentona al delincuente. La banalización de la violencia adquiere así una dimensión altamente destructiva del tejido moral de la sociedad. Que el agresor se llame María o se emboze con un pasamontañas es irrelevante porque el objetivo es el mismo: que en la escena del crimen haya quien grabe el próximo «trending topic».
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