Luis Suárez

Caminos a Compostela

Tengo la impresión, acaso exagerada desde mi condición de historiador, de que los medios de comunicación no han dado suficiente relieve a la primera visita del rey Felipe VI a Santiago para hacer como mandan las viejas costumbres la ofrenda al Apóstol. Sin duda los que con alma de peregrinos, poblaban aquella mañana la plaza del Obradoiro, sí lo entendieron. La Monarquía española, desde la segunda década del siglo IX, se encuentra vinculada a esas noticias legendarios que, sin embargo, insertan sus raíces en la conciencia hispana. Así lo demuestran las ciudades que en América llevan dicho nombre y, también, las esplendidas iglesias que en diversos lugares de Europa, nos recuerdan la vinculación. Pues Santiago significa una de las dimensiones más positivas de la Europeidad. Para decirlo con versos de Rubén Darío formamos parte de esa nación que «tras los mares en que yace sepulta la Atlántida, tiene su coro de vástagos, altos, robuspos y fuertes».

La leyenda tiene sus bases que a muchos pueden sorprender. Tres autores del siglo IV, cuando el cristianismo comenzaba a hacerse dueño del Imperio romano, Didimo el Ciego, san Jerónimo y Teodoreto de Ciro, nos cuentan que después de Pentecostés, los apóstoles decidieron repartirse, mediante sorteo, las zonas de evangelización que a cada uno correspondía y que en esta especie de lotería al hijo mayor de Zebedeo habría correspondido Hispania. El año 706 el abad británico Aldhelmo de Malmesbury instaló un altar dedicado al apóstol y fijó en él un texto latino en que decía que Sant Yago fue el primero que trajo la fe a España. Una noticia que serviría después a Beato de Liébana, el año 776, como argumento para enfrentarse a las debilidades que en ciertos sectores eclesiásticos sometidos a los emires de Córdoba, se estaban señalando. Tropezamos con una evidente dificultad que explica que los historiadores rechacemos la idea de dar certidumbre a esta noticia: el escaso tiempo que separa esos inicios del martirio del apóstol infligido por Herodes Agripa, hace casi imposible creer que hubiera podido Jacobo atravesar todo el Mediterráneo y sembrar una fe de la que no tenemos huellas. Pero también aquí vamos a encontrarnos con una sorpresa. Cuando en 1979 se hicieron excavaciones para comprobar que la catedral se levanta sobre un cementerio, se hallaron restos que así 1o aseguraban. De modo que la estrella que da nombre al lugar, había brillado sobre tumbas. Según la leyenda dos discípulos del apóstol Anastasio y Teodoro se habían encargado de traer a España las cenizas. Y entre los restos que los excavadores encontraron, aparecía un nombre que podía identificarse con el de Anastasio. Siempre las raíces de las leyendas nos reservan pequeñas sorpresas de esta índole.

Pero lo que importa no es comprobar si corresponden o no esos lugares santos con las reliquias del Apóstol. Lo que los reyes españoles están intentando enseñar cuando depositan su ofrenda es la gratitud que España debe a esta conciencia ya que de ella nacieron importantes dimensiones. La primera que solo dos sedes episcopales en toda Europa, Roma y Compostela, pueden presentarse como directa fundación apostólica, signo de la más fuerte y directa cristiandad. No es vano que se haya conservado entre nosotros el nombre latino, España, que todos los reinos peninsulares invocaban. Ni Gotia ni al-Andalus. Tal vez deberíamos recomendar al señor Mas que leyera aquellas contundentes palabras de la Crónica de Pedro el Ceremonioso: «Cataluña es la mejor tierra de España». Y que recordara también que el nombre de Jaime I, que creó la Corona de Aragón procede de la decisión de su madre de encender doce velas con identidad con los apóstoles. Y la que llevaba el nombre de San Yago, Jaume, fue la última en apagarse. Tenemos que pedir a Dios que siga encendida.

Pero la clave de esta conciencia –ahora prescindimos de la leyenda para penetrar en la realidad–, se encuentra en la «gran perdonanza». Cualquier peregrino llegado a Santiago podía alcanzar la indulgencia plena, cualquiera que fuese la gravedad de su pecado, si cumplía esas dos condiciones, reconocimiento de la culpa con arrepentimiento y buena y fructuosa penitencia. En aquellos siglos del final de la Edad Media la peregrinación, dura y erizada de peligros, significaba una penitencia tal que bastaba por sí misma para llegar a la paz interior. Varios países de Europa consideraban castigo suficiente en los casos de homicidio sin alevosía, el largo camino que había que emprender. Pero de aquí nació una de las contribuciones más importantes a la doctrina jurídica europea que necesitaría siglos para integrarse en ella con claridad: no hay delito, por grave que sea, que no pueda ser perdonado si se dan esas condiciones. Lo explica mejor el rey Fernando en carta a su pariente de Portugal: obrar de tal modo que el castigo más parezca un acto de amor que un daño. Esa lección se encuentra todavía pendiente, pero se han dado pasos importantes en ella.

Santiago se identificaba de este modo con la europeidad, en esa reconquista que se iniciara en el siglo VIII. De ahí las fantasías que permiten verle cabalgar. Pero finalicemos con un hecho comprobado. A principios del siglo XIII, entre los que viajaron a Santiago se hallaba un importante noble inglés, Simón de Monfort, conde de Leicester. No era un peregrino sino un invitado. Y en calidad de tal asistió a unas Cortes leonesas, descubriendo con sorpresa que aquí también los representantes del tercer estamento, los ciudadanos, participaban al lado de la nobleza y del clero en las deliberaciones. Es curioso, cuando, por la revolución de 1258 se convirtió en lord protector del reino asumiendo las funciones de monarca, estableció la Cámara de los Comunes. También aquí Santiago parece haber jugado su papel. Desde Compostela se enviaba un mensaje que recogía esa profunda igualdad: todos somos pecadores, todos podemos recibir el perdón, todos estamos obligados a amar a los demás. Y así el mensaje de Felipe VI pudo impregnarse de palabras de comprensión y dolorido afecto sin fijar límites.