Alfonso Ussía
Consulado de Gabón
El desmoronamiento del comunismo lo vivimos a treinta grados bajo cero en la Plaza Roja de Moscú Pepe Oneto, Antonio Burgos y el arriba firmante. Nos alojábamos en el Metropol, a dos pasos de la Plaza Roja, y volvíamos al hotel después de una cena excepcionalmente bien regada con vodka. Estábamos chispeantes e ingeniosos, y celebrábamos los aciertos de uno y otro con rotundas carcajadas. Plaza Roja gélida y sin turistas, en abrumadora soledad. Los dos centinelas exteriores que custodiaban el recinto de la momia de Lenin abandonaron la guardia y se dirigieron hacia nuestro alborotador trío. Creímos que nos iban a regañar o sancionar por nuestra alegría. Y no. Venían a vendernos sus gorros de piel, todavía con la estrella de cinco puntas en su parte frontal. Veinte dólares por gorro. Los guardias de Lenin vendían sus gorros por veinte dólares provenientes del capitalismo. La intérprete que nos acompañaba no salía de su asombro. Era una nostálgica de los koljoses, los komsomoles y los planes quinquenales. Compramos los gorros, que al llegar a Madrid y con el cambio de temperatura, olían a rayos. Y perdimos veinte dólares y los gorros, pero asistimos al descalabro estético del comunismo. Mereció la pena.
En aquellos dos soldados se adivinaba una noble melancolía eslava. Sabían que el sistema comunista había llegado a su fin. También sabían que no sabían nada, con excepción del valor del dólar americano en el mercado negro. Guardaron el dinero, se cuadraron y retornaron a sus puestos alegremente desgorrados, como la propia Unión Soviética. Pero fue un trato comercial en el que imperaron los buenos modales, aunque a la intérprete le sentó a cuerno quemado. Cuarenta dólares a cambio de un sistema desvanecido.
Otra cosa es lo de Gabón y el hijo mayor de los Pujol. El cónsul de Gabón en Barcelona se ofreció a vender su cargo a Jordi Pujol Ferrusola por un poco más de cien mil euros. Se equivocó el muchacho, porque hubiera adquirido inmunidad diplomática, y podría haber matriculado sus coches con placas gabonesas. Gabón, antigua colonia francesa, selva atlántica, limita al norte con nuestra vieja Guinea Ecuatorial y es vecina de Camerún y el Congo. El señor cónsul se dedicaba en Barcelona, aparentemente, a facilitar visados a los amantes de la caza, que en Gabón es rica. Se pueden abatir hasta el bongo y el sitatunga, dos antílopes de bosque cerrado que colman los sueños de los cazadores más caprichosos. Pero en realidad, a lo que se dedicaba el cónsul gabonés era a los negocios, y actuaba de comisionista con el mayor de los Pujol y sus socios andorranos, los hermanos Duro, a los que su apellido les encaja perfectamente. Porque según declaró Pujol al juez, los Duro se embolsaban más del 80% de los beneficios, dejando al pobre Jordi y al señor cónsul con un veinte por ciento a repartir a pachas que no representaba aliciente alguno. De ahí, que el cónsul, harto de firmar visados para cazadores y de no percibir comisiones a la altura de su cargo, decidió venderlo sin éxito, porque en aquellos tiempos a nadie se le pasaba por la cabeza que un día la familia Pujol terminara por ser investigada por su extraña y rápida acumulación de bienes de dudosa procedencia. De haber comprado el cargo de cónsul de Gabón, a Jordi Pujol Ferrusola lo peor que podría sucederle es que lo juzgaran en Gabón, lo cual no es de preocupar conociendo las habilidades de esta singular familia.
Para mí, que se trató de una hábil maniobra de los andorranos hermanos Duro. Porque al cónsul Pujol, por duros que fueran los Duro, nadie le quita el ochenta por ciento de un negocio. Faltaría más.
✕
Accede a tu cuenta para comentar