Pedro Alberto Cruz Sánchez

Cultura contra los extremismos

La mejor medicina contra los extremismos emergentes y ya confirmados es la cultura. Por más que alguna vez se la adjetive de tal manera, la cultura no puede ser extremista. A veces resulta crítica, transgresora, irreverente, iconoclasta... pero jamás extremista. ¿Por qué? La transgresión cultural se traduce en impulso renovador y aperturista; el extremismo, por el contrario, cierra el foco, fosiliza. Frente a la oleada de posiciones extremistas que recorre Europa de norte a sur y de este a oeste, una medida de urgencia: apostar por la cultura como principal elemento de unidad, como gran discurso de convergencia y de apuesta por el futuro. A fuerza de ser miope y caer en la autocomplacencia y en un solipsismo enfermizo, Europa se ha situado en un escenario demencial, minado por un sinfín de variables incontrolables. El excesivo énfasis economicista que se ha imprimido, durante los últimos años, a las políticas europeas ha terminado por arruinar cualquier gran proyecto de «sensibilidad continental». La rica y densa historia de este viejo territorio no puede quedar reducida a factores como el euribor o la prima de riesgo. Por motivos que no se terminan de atisbar con claridad, la cultura ha terminado por sobrevivir en Europa en términos residuales, como una forma apendicular que no está enclavada en el tuétano de la experiencia continental. A día de hoy, Europa ha perdido la pujanza cultural que hasta no hace mucho tenía. De ser el motor de cuantos movimientos de renovación se producían ha pasado a ser un marco previsible y decadente, en el que se actúa por imitación más que por origen. No es de extrañar que, en la mayor parte de su extensión, el tejido cultural se muestre incapaz de consolidar proyectos industriales y que la dependencia que los agentes culturales muestran de las debilitadas administraciones sea mayor. Se habla estos días de la «excepción» como la fórmula proteccionista capaz de salvar la esquilmada actividad cultural europea. Y no les falta razón a quienes así piensan: la cultura ha dejado de ser parte de la normalidad ciudadana, para convertirse en un asunto excepcional –por lo raro y heroico de su ejecución– que requiere de un sobreproteccionismo por parte de los más poderosos. Si se la deja fluir sin más, inerme ante las gigantescas inercias económicas y sociales, la cultura desaparecerá con toda la naturalidad y coherencia del mundo. Pongámosle corazón a Europa.