Ángela Vallvey

De culto

La Razón
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Hasta hace poco, la parte del cuerpo femenino donde la espalda pierde su nombre era una zona chistosa. O eso aseguraban expertos en conducta humana y animal, zoólogos o antropólogos como Desmond Morris que, sin embargo, calificaban de injusto ese trato social otorgado mayoritariamente al trasero. La parte posterior era objeto de manifiestas burlas y mal disimulados deseos chabacanos. Culo, mapamundi, antifonario, fondo, cuadril, grupa, pompis, nalgas, cachas, suelo, pompa... Yo también lo llamo «la posteridad» (es un chiste privado, especial para poetas). Precisamente los poetas han pasado de refilón por el «tema» porque el asunto no es fácil de introducir en un verso, ni como palabra ni como concepto. Morris recordaba que Federico Fellini creía que «la mujer culona es una epopeya molecular de la feminidad». Mientras, Salvador Dalí estaba convencido de que «es en el culo donde se pueden desentrañar los mayores misterios de la vida», lo cual, si se toma filosóficamente al pie de la letra, da lugar a inquietantes reflexiones...

El caso es que exponer el trasero –mostrarlo, ponerlo al aire, desnudarlo enseñándolo desde un montículo al paso del tren...– siempre se ha interpretado como un insulto, una obscenidad, además de una indecencia. Posiblemente nuestros ancestros neolíticos, que aún no tenían posibilidad de vestirse como marqueses sin serlo, como ocurre hoy día gracias a la democratización del gusto y el abaratamiento de la industria textil, solían enseñarle el culo al vecino cuando tenían alguna disputa con él y se quedaban sin palabras para ganar la pelotera. Resulta curioso que, en nuestra época, el culo esté alcanzando tan gran relevancia. Abundan las «celebrities» culonas. Las mujeres y los hombres gays son los más afectados por la culomanía, que les lleva a inyectarse químicos que, andando el tiempo –o sea: moviendo las nalgas– se convierten en tóxicos y ocasionan enormes daños estéticos, además de quebrantar la salud de los afectados. Desde los griegos clásicos, tremendos adoradores de los culazos prietos, no se había visto una obsesión como la actual. La moda instiga a las mujeres a convertirse en «mooners», exhibicionistas del nalgatorio, mientras la influencia del porno, con sus brutales prácticas sexuales que enaltecen el sexo anal, alienta una imagen femenina –un nuevo tópico, «ideal» femenino moderno– de disponibilidad sexual permanente e insaciable, tan ansiosa como enfermiza e irreal. Y yo me pregunto si, resumiendo, todo esto no querrá decir que las mujeres de hoy día, en realidad, vamos de culo.