Luis Suárez
De Gaza a Mosul
Impresionantes resultan las imágenes que nos transmiten los medios de comunicación desde el escenario en que un radicalismo que se titula a sí mismo religioso está aplicando crueles y públicas ejecuciones de los que considera disidentes. Hemos vuelto a cometer errores que durante siglos nos amenazaran. Incluso uno de los jefes de esa tormenta, tomando para sí el nombre de Ibraim, repone el título de califa y pone la vista en Córdoba, donde se instalarán los Omeyas cuando, en el siglo IX, se vieron despojados de Damasco. Conviene que los españoles tampoco olvidemos, aunque sin resentimientos, que el islam se introdujo en España por la vía de las armas y que nuestros antepasados necesitaron siglos para recobrar el terreno perdido. El caso de Israel guarda cierta semejanza. El nombre, Eretz Yisrael, procede de la donación que Iahveh hizo al pueblo elegido, al que rescató de Egipto, donde se había convertido en nación.
Un caluroso mes de agosto del año 7 de la Era común, las legiones romanas, reprimiendo una revuelta nacionalista, destruyeron accidentalmente el Templo que nunca más ha podido ser reconstruido. Desde entonces, y durante más de diecinueve siglos, los judíos han sido una nación de carácter muy singular. Tiene conciencia plena de serlo pero carece de suelo donde asentarse. No existe un protagonista en la Historia que comparta con ellos esta condición singular. Repartidos en una Diáspora que alcanzaba lejanos horizontes, a lo más que podían aspirar era a una tolerancia; y es bien sabido que la tolerancia tiene siempre carácter provisional, pues se tolera lo que es malo y se siente la conveniencia de hacerlo desaparecer. De ahí el antijudaísmo –había que lograr que los judíos abandonaran su fe– vigente hasta el siglo XV, sucedido por el antisemitismo –los judíos deben desaparecer–, que entre nosotros muchos comparten todavía.
Pero en lo más íntimo del alma judía seguía habitando el recuerdo de Jerusalén. Así lo explicó Nahmanides a Jaime I un día en Valencia: no estoy seguro de que no se halle en pecado grave el judío que no desea vivir en Jerusalén. Y él emprendió el camino para hallar la muerte ante las propias murallas de la ciudad porque le confundieron con un cruzado. Esa dimensión vertebral que ocupa la ciudad no se limita a los sentimientos religiosos. Es el fundamento de una manera de pensar que lleva al enriquecimiento de la persona humana y del que los europeos en muchas oportunidades se aprovecharon ampliamente. Pues Jerusalén, esencialmente judía y eje sustantivo de su nación, es también para cristianos y musulmanes una copiosa fuente de saber. De ahí su importancia.
Tras los graves errores en que el antisemitismo ha venido incurriendo –y en nuestros días parece retomar otra vez su vigencia– pareció llegarse, en el siglo XX, y precisamente en horas muy duras, a una solución correcta y justa: hacer una división de aquella tierra a la que ahora se llamaba Palestina volviendo a la memoria de los filisteos (pulesatim) en dos estados paralelos, independentes pero económicamente complementarios, uno hebreo y el otro árabe. La resolución acatada por la ONU en 1947 podía considerarse justa porque enmendaba daños, pero era mucho más importante de lo que muchos políticos del momento eran capaces de comprender. Si se hacía de Jerusalén, políticamente judío, un lugar para el encuentro los beneficios espirituales que cristianos y musulmanes podían lograr llegarían a alcanzar dimensiones decisivas. A fin de cuentas en ninguna parte podían descubrirse las dimensiones que la persona humana reviste en su dignidad de manera tan clara como en el orden de Melquisedec. Quienes hemos pisado con amor las calles de esa ciudad lo entendemos fácilmente.
Pero entonces se cometió un error cuyas consecuencias ahora estamos viviendo. Se estableció en efecto el Estado de Israel dentro de los límites que la ONU señalara. Pero no en cambio el Estado árabe, que contaría también como el primero con algunos súbditos cristianos. Y así surgió la idea que ahora los yihadistas mantienen de destruir a Israel y barrer también a las comunidades cristianas pues el Califato significa la identidad entre las dos autoridades, espiritual y temporal, sometidas estrictamente a los mandatos del Corán. Y aquellos países musulmanes que se mostraron inclinados a aceptar la solución de la convivencia fueron también golpeados por los defensores del fundamentalismo que utilizan el superlativo de islamismo.
Han transcurrido ya sesenta años. Y sobre la tierra de la paz la guerra está alcanzando niveles de crueldad que no se suponían. Y las viejas comunidades cristianas que en Siria, en Palestina o en Mesopotamia significaban la supervivencia de las raíces apostólicas, se convirtieron también en víctimas de la gran marea. Los avances técnicos y los beneficios de los yacimientos petrolíferos han incrementado el poder de las fuerzas que aplican a la guerra santa las dimensiones del terrorismo materialista actual. El mundo se halla en un grave peligro. En primer término, porque los que ejercen el derecho a una legítima defensa se ven también obligados a recurrir a las armas de destrucción. Y sus enemigos pueden utilizar este recurso como un instrumento de propaganda: cuántos palestinos sucumben y qué pocos judíos pagan con la vida. Uno de los argumentos del antisemitismo, que ahora es manejado por la izquierda ha vuelto a ponerse en pie. Y el porvenir inmediato se nos presenta bajo formas negativas.
Un problema sobre el que es necesario llamar la atención. Estamos privando al mundo contemporáneo de uno de sus valores esenciales, en el que reposa toda esperanza: volver a aquel punto en que se produjo la incardinación de trascendencia en inmanencia y descubrir en él que Dios es Amor y, en consecuencia, el odio y perdición. Si los judíos se ven obligados a una defensa extrema, el mensaje, profundo y valioso, que durante siglos enriquecieron, nos será negado. Y sin él no es posible construir un mundo mejor.
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