Cristina López Schlichting

Del kibutz a la familia

Desde el falansterio al kibutz, cada vez que alguien ha pretendido poseer la verdad absoluta, ha ideado también un modelo social para imponerla y un método para sustraer a las nuevas generaciones de la influencia perniciosa de las «viejas ideas» a través de los padres. Hubo ejemplos pavorosos de colectivismo educativo en la Alemania nazi o el comunismo soviético. La realidad es testaruda, sin embargo, y cada cierto tiempo, se constata que la familia, con todos sus defectos y errores, es el mejor ecosistema para que un menor crezca. Hay excepciones –padres imposibles, menores extremos– pero los 35.000 menores tutelados en España (14.000 en residencias) son una cifra insostenible de gente sin vínculos paterno-maternos. El legislador hace ahora un esfuerzo por potenciar el papel del núcleo familiar y favorecer la adopción y la acogida, incluso de los niños que una madre biológica desee entregar en el parto. Se potencia también la responsabilidad sobre los hijos, retrasando por ejemplo el consentimiento sexual para mantener relaciones con un adulto de los 13 a los 16 años. En esto último éramos un país extraño, tal vez porque ciertos rigores del pasado nos llevaron a creer en la Transición que tener sexo en la infancia (o con infantes) era muy progre. De hecho, son ciertos progresismos los que cada cierto tiempo relanzan la idea de que los padres no son de fiar y el Estado debe proteger de ellos a los menores. Un ejemplo fue la idea zapaterista de que las chicas debían abortar al margen de sus padres. Existen políticos modestos, conscientes de que su misión es apoyar el desarrollo de las realidades comunes preexistentes (empresas, asociaciones, familias) y políticos mesiánicos, convencidos de que lo suyo es crear una sociedad «ex novo». A mí, estos últimos de dan pavor.