Alfonso Ussía
Del lleno al vacío
Hace 25 años, cuando falleció en Pamplona Don Juan De Borbón, era Arzobispo de Madrid el cardenal don Ángel Suquía. Lo conocí cuando me expulsaron –sin resultados-, de la COPE por dedicarle un villancico al entonces Obispo de San Sebastián, monseñor Setién. «En el Portal de Belén/ nadie toca la zambomba,/ porque un hijo de Setién,/ ha colocado una bomba». Suquía sonreía con la boca pero no con la mirada, y causaba recelos de cercanía. Don Juan, al establecerse definitivamente en Madrid, solicitó visitar a su Obispo en dos ocasiones. Pero no obtuvo ni acuse de recibo ni respuesta. No obstante, Suquía fue por derecho y lógica el oficiante del funeral de Estado celebrado en la basílica del monasterio del Escorial. Su prédica fue larga, fría, vacía, obvia, penosa y del montón. No la trabajó con esmero ni cariño. No le salió del alma.
Fui ubicado en aquella ocasión a menos de tres metros de Arzallus y Anasagasti, pero lo superé, gracias a mi juventud, sin sufrir fiebres posteriores. En el rezo del Padrenuestro, descubrí que Anasagasti no se lo sabía, en tanto que Arzallus lo oraba con una gran experiencia adquirida anteriormente. Y anteayer, 25 años más tarde, se celebró una solemne misa en el mismo y grandioso lugar, allí donde reposan los restos del gran español en el Pudridero, en espera de ser llevado, junto a Doña María, a sus urnas del Panteón de Reyes. Pero el oficiante, el arzopispo castrense don Juan del Río, sabía y lo demostró, quién era Don Juan, conocía del patriotismo y la generosidad de Don Juan, y en cinco minutos resumió con brillantez, emoción y justicia la figura del Conde de Barcelona. Fue una homilía llena de contenido y de España. Éramos en torno a los doscientos invitados, ya no estaban Arzallus ni Anasagasti, pero me sorprendió la presencia del conde de Godó, que experimentó el vacío de todos los presentes que lo reconocieron. Godó se pasó la misa mirando y escudriñando la grandeza del sitio, síntesis de España.
Entre los invitados, los viejos servidores de Don Juan, con Ramiro, su cocinero en el Giralda, a la cabeza. Su servicio doméstico. Sus ayudantes marinos que sobreviven, los contralmirantes Lapique y Leste. El doctor Azanza, de Pamplona, la viuda del doctor García-Tapia, y Teresa Espada su enfermera. Los amigos portugueses del exilio en Estoril de la generación de Don Juan Carlos, como Jorge Brito da Cunha, hermano de Maná, casi grumete en El Saltillo de la navegación oceánica. Muchas, muchísimas lloradas ausencias. Quizá por representación protocolaria, el ministro Íñigo Méndez de Vigo, también de sorprendente presencia. Luis María Anson, con sus rodillas maltrechas. –El Rey me ha dicho que no se me ocurra operarme, y yo siempre cumplo las órdenes del Rey-. Las Infantas Elena y Cristina. Don Felipe y Doña Leticia saludaron a los invitados con Don Juan Carlos y Doña Sofía. Y estábamos los hijos de quienes sirvieron a Don Juan a la Corona en el destierro sin límites ni medida. Un frío de granito y mármol. En lugar destacado, el Abad de Poblet, donde Don Juan y Doña María tenían guardado sitio en el enterramiento de los Condes de Barcelona por iniciativa y consejo del Presidente Tarradellas, hasta que Don Juan Carlos premió sus vidas de Reyes sin trono asignándoles las dos últimas urnas del Panteón.
Nombres y hombres ligados a Don Juan. El marqués de Comillas, José María Gil Robles, Fontao, Quintanar, Eraso... La entrada en la basílica de Don Juan Carlos y Doña Sofía sentida y respetada por unanimidad. Como la posterior de los Reyes. Me dio la impresión de que Felipe VI ha crecido diez centímetros de estatura, desde el día que, sin rozar la frontera de sus prerrogativas y facultades, abrió con sus palabras la reacción de los gobernantes débiles.
Grandiosa reunión para rezar por el alma del allí sepultado, el buen Señor Don Juan de Borbón, Rey sin trono, marino, español hasta el tuétano, luchador por la reconociliación y transmisor de los derechos dinásticos y de la Historia de España a su hijo, Juan Carlos I, el Rey que trajo la libertad.
Emociones y encuentros. Y un vacío casi unánime, pero educado, al conde de Godó. Al fin y al cabo, como alguien dijo: -Si lo ha invitado el Rey, por algo será-. Y nada que oponer.
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