Desastre ferroviario

Antes de cortarse las líneas, dan aviso a un factor ferrocarrilero de que dos trenes corren en dirección opuesta por la misma vía. El funcionario busca banderas rojas y no tiene, quiere prender una hoguera, la leña está mojada y el fanal de señales no tiene baterías. Se sienta a la puerta de su caseta y grita: «¡María, saca una silla para ver que hostia se dan estos dos!». El proceso separatista catalán se desarrolla con tal violencia verbal, propagandística y activista que recuerda el choque de los trenes del cuento. Por un catalán al que no se hiere ni con el pétalo de una rosa, los nacionalistas de secesión o de extorsión han formado un pentapartito en el Congreso levantando la bandera de la insumisión tras tildar al ministro Wert de nazi, fascista, terrorista y talibán.

La Generalitat legislará su referéndum diga lo que dictamine el Tribunal Constitucional, que a veces parece que tiene a España por un predio de vacas a regir por el Código de Comercio. La desobediencia civil de una región no precisa de la Guardia Civil porque resulta carísima para sus habitantes, especialmente en una autonomía económicamente quebrada y en liquidación por rebajas. Artur Más no quiere ser Prat de la Riba ni Cambó sino Lluis Companys, y obra como si le apeteciera ser fusilado por Franco redivivo en su ansia fundamentalista de martirio. Es lógico que su compañero de viaje, Duran Lleida, esté espantado ante el «in crescendo» del choque de trenes. La negociación debe ser sobre el español; la independencia exige una reforma constitucional sancionada por los españoles y la insumisión del «aquí mando yo» es bandolerismo. Antes del desastre, la Generalitat se apeará de los trenes porque siempre ha sido así. Pero habrán sembrado un rencor victimista que nada tiene que ver con el «seny» de los catalanes. Resulta hediondo el patrioterismo mercantilizado y corrompido, pero si Ana Pastor les hace el corredor del Mediterráneo pagado por todos se baja este soufflé. Quedará solo repartir el 4% en comisiones.