María José Navarro
Desconfianza
Empieza el frío y, por fin, sepultados entre capas y capas de ropa, respiran tranquilos españoles y españolas, hartos ya a estas alturas de año de ir escondiendo como buenamente se puede michelines, lorzas, curvitas de la felicidad y asas del amor. Sometidos desde hace años a la dictadura del tipín y la barrita energética, la llegada del invierno y el correspondiente camuflaje siluetero son recibidos con alivio y alegría por esa mayoría de patriotas que defienden a diario la cultura nacional bebiendo cañas de cerveza con su ración de torreznos y/o tapita de ensaladilla rusa, espinacas con garbanzos o atascaburras. El jersey gordo y el abriguito (incluso el de entretiempo) permiten la liberación de la mayoría paradójicamente oprimida: por culpa de las clínicas de adelgazamiento vivimos la inversión de la democracia y, desde la invención de la dieta de la alcachofa, los menos imponen su vigoréxica forma de ver las cosas a los más. La ropa de invierno, además de efectos positivos para la autoestima, la vista y la hostelería, tiene un segundo efecto beneficioso: el anorak y el gabán no sólo tapan la orondez, sino también los brazos deformados de los adictos al gimnasio, tan chocantes a la vista como a la medicina. Cierta señora sevillana, al ser servida en un restaurante de moda por una cuadrilla de camareros de bíceps reventones, dijo una verdad universal: «Hay que ver qué ordinarios son estos fuertes». Con igual salero e idéntica puntería, también sentenció mi madre en una ocasión similar: «Hija mía, desconfía de la gente a la que no se le pueda coger fácilmente un pellizco». Siguiendo tan sabio consejo, esta noche ceno un tortillón de patatas. ¿Y ustedes?
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