Ángela Vallvey

Desconfiar

«El condenado por desconfiado», obra cumbre del teatro barroco atribuida a Tirso de Molina, desarrolla una trama de tensión psicológica entre dos personajes opuestos: Paulo, ermitaño supuestamente ejemplar, y Enrico, un tipo que se ha hecho famoso debido a la triste gracia de sus crímenes. Como no todo es lo que parece –y ésta es una máxima que no sólo ilumina el drama del Siglo de Oro, sino la vida y la percepción filosófica de todo ser humano avispado en cualquier época y lugar–, resulta que tras una serie de vicisitudes, el bandido Enrico se salva en el último momento pues confía plenamente en la misericordia divina. Mientras, Paulo, el ermitaño virtuoso, presa de su desconfianza y descreimiento se echa en brazos del mal porque, bueno, no acaba de ver claro eso de la celestial benevolencia y se dice a sí mismo que para qué privarse de nada si no está muy cierta la gracia de Dios y toda la pesca... De la magistral obra se desprende la idea de que la desconfianza es para el común de los mortales tan perjudicial como practicar el arte de la fechoría.

Quien desconfía por sistema, duda y malicia, sospecha de maldad, que diría Teofrasto, en todos los seres humanos. La desconfianza es lo contrario al amor, lo opuesto a un acto de entrega propio de la felicidad que resulta tras un mutuo conocimiento o encuentro. El idilio que los españoles iniciaron con sus políticos en la Transición, después de la desaparición de Franco, cuando por fin pudieron elegir en quién confiar, puede estar llegando a su fin. Muchos creen, como Baroja, que la política no es más que un juego sucio entre compadres, y donde antaño hubo ilusión y casi devoción por los políticos, ahora sólo hay difidencia, escama, mosqueo: desconfianza.