Paloma Pedrero

Desencuentro

Por más que nos cuidemos en todos los sentidos, al menos en el físico, la juventud se va con el tiempo. Es ley de vida y naturaleza. Nacer, envejecer, morir. Sería tierno, y hasta sublime, si lo asumiéramos con naturalidad, amor y respeto. Sin embargo, no es así. Y no lo es porque aquí educamos para querer ser jóvenes eternamente. Jóvenes e irresponsables. Porque en sociedades como la nuestra, de frivolidad y derroche, lo que vende es la lisura, la blancura, la guapura; unido a la delgadez y la fuerza física. Esto es especialmente tirano con las mujeres. Con sus tiendas, con sus tallas. Con la no aceptación social de nuestros cuerpos y rostros vividos. Cremas, gimnasios, dietas... embelecos mil para disimular que tenemos arrugas, manchas, flacidez, vientre ondulado y demás señales del tiempo que pasó. Para disimular que somos lo que somos. Y esta absurdez, tan grande como rentable al comercio, se convierte en algo aterrador para muchas féminas. Mujeres que dejan de sentirse deseadas. Y renuncian a desear. Es cierto que si una mujer, a partir de los cincuenta, busca pareja se encontrará con que la mayoría de los hombres de su edad las querrán más jóvenes. De la mujer madura la razón y la experiencia, pero a la hora del deseo sexual la mirada la pondrán en otra parte. Y, finalmente, si se trata de compartir vida y lecho, muchos renunciarán a la conciencia y elegirán mocedad y sumisión. Que pena, ¿no? Porque los hombres inteligentes y sensibles, por mucho que lo escondan, no dejarán de sentir lo que han perdido. Y ellas, algunas de ellas, lo que pudo ser. Lo que podría ser en un lugar en igualdad y entrega para ambos sexos.