Restringido

Desenterrar a los muertos

Confieso que nunca he entendido el motivo por el que, cuatro siglos después, funcionarios del Estado buscan los huesos de un importante personaje, sobre todo cuando éste ha recibido sepultura con total dignidad y sus restos han acabado diseminados en los sustratos impenetrables de la tierra. «Polvo eres y al polvo regresarás». Pero ni por ésas. Es el caso de Cervantes, enterrado en 1616 en el convento de las Trinitarias, en el mandrileño barrio de Huertas, y que ahora lo anda buscando un equipo de científicos armados con georradares. No hay ningún objetivo concreto para emprender esta misión, pero la experiencia nos dicta que ese ambiente necrofílico es propicio para que políticos ociosos arenguen sobre los valores inmutables que representa Cervantes y por los que, claro está, ellos velan. Ya pasó cuando se empeñaron en desenterrar a Velázquez en la Plaza de Ramales, también en Madrid. Nada de él apareció, afortunadamente, pero no satisfechos con conservar en el Museo del Prado la mejor colección de pinturas del artista, se empeñaron durante años en escarbar en la plaza. El caso de Lorca es todavía más sangrante: la familia del poeta asesinado ha dicho muy claramente que no quiere que los restos del autor de «Poeta en Nueva York» alimenten un circo de justicieros a sueldo, que la mejor manera de reconocerlo es compartiendo una fosa común junto a un banderillero y a un maestro de escuela. Nunca les han hecho caso. Un ex presidente del Gobierno seriamente afectado por la memoria histórica pensó traer a España los restos de Manuel Azaña, enterrado en Montauban, Francia, hasta que su ministro de Cultura se lo quitó de la cabeza. Y otra ministra estudió muy seriamente hacer lo mismo con Antonio Machado, que yace tranquilamente –la paz que no alcanzó en su tierra– en Colliure. ¿Por qué desenterrar a los muertos? No basta con gobernar sobre los vivos sino también sobre los muertos.