Ángela Vallvey

Desnudas, las palabras

Nunca se dicen en vano, las palabras. En el primer discurso del Rey, una de las que más repitió fue «España». En esta España en la que pocos pronuncian la palabra «España», no se puede negar que resulta chocante oírla. En las alocuciones de Pablo Iglesias, la palabra más remachada, multiplicada y pronunciada por el líder de Podemos es «casta». En los medrosos mensajes, hechos públicos a través de persona interpuesta, de Isabel Pantoja, actualmente en prisión, la palabra más repetida es «corazón». Los gerifaltes que venden la idea de la recuperación económica, insisten en ella a fuerza de corear en gerundio: «Saliendo, saliendo...» Recalcadas sin cesar, mediante las palabras insistimos en las ideas que consideramos importantes. Las palabras pueden llegar a convertirse en martillos de porfía. Abren brechas en la atención de nuestros interlocutores, estrechan su voluntad hasta atraparla en un decidido abrazo de apremios y empujones. Las palabras destilan nuestro ánimo y lo presentan al mundo para ser juzgado. Si supiésemos hasta qué punto somos lo que decimos, quizás hablaríamos con más cuidado.

Claro que, hoy día, poca gente presta atención a las palabras que utiliza. La mayoría tortura la sintaxis y apalea el diccionario con verdadero fervor y desquiciado entusiasmo. Más que hablar, se cometen atentados, se delinque contra la lengua, se dispara contra el idioma (y casi siempre se acierta). Todo lo cual habla mucho de quien ejecuta tales regicidios lingüísticos. Igual que el lenguaje corporal explica cómo nos sentimos, la forma en que hablamos dice quiénes somos: no indica pertenencia a una clase social determinada, sino el lugar que hemos «elegido» ocupar en el mundo. Expone y ubica el centro de nuestra atención y preocupaciones, lo que nos afecta, lo que despreciamos o amamos... Abrir la boca siempre significa enseñar la mente y el espíritu, totalmente desnudos.