Alfonso Ussía

Don Plácido

Plácido Domingo ha sido intervenido de una embolia pulmonar y durante un tiempo estará en el dique seco. Volverá al asombro constante porque nuestro español más internacional es una roca. Madrileño de madre vasca, donostiarra. Y muy madridista. Disputaba el Real Madrid un partido de Liga al Betis. Un frío que congelaba el aliento. En el palco, Plácido Domingo se cubría con una gran bufanda hasta los ojos. Cantaba pocos días más tarde en Nueva York, pero quiso estar con su Real en el Bernabéu. Ganó el Real Madrid por cuatro a cero, y cada gol lo celebraba con entusiasmo. Se sentaba a mi lado un simpático directivo del Betis. Cuando llegó el cuarto gol y Plácido Domingo lo agasajó de un salto con los brazos extendidos hacia arriba, el directivo bético, bastante mosqueado, me lo confirmó: «Lo siento, pero a partir de ahora no voy a oir a Plácido Domingo ni en la "Del Soto del Parral"».

Le dimos un Premio, el del Humor y la Tolerancia del Hotel Formentor. El Presidente de Honor era el Viejo Rey, Don Juan De Borbón, y el jurado lo formábamos José María Stampa, Antonio Mingote –premiado en la primera edición–, el conde de Motrico, Miguel Buadas y el que escribe. Con posterioridad a la entrega del premio, que consistía además del pino formentorino de plata en una carretilla con 500.000 pesetas en monedas de cinco duros, cenamos en el jardín. Y Plácido nos cantó. Los clientes del Formentor, muchos de ellos alemanes, no creían lo que veían y oían. Plácido Domingo ahí, para ellos. Sólo abandonaron esa terraza de sueños inesperados cuando Plácido le pidió a Isabel Mingote que cantara un aria de «Madame Butterfly»: –No se lo pidas, Plácido, porque es capaz de levantarse y cantar–, le recomendó Antonio. Y se levantó. Una voz fabulosa que atravesó la montaña hacia Pollensa con un sólo inconveniente. No acertó en ninguna nota. Los alemanes nos abandonaron y mantuvimos nuestras charlas e interpretaciones hasta las 4 de la mañana, hora en la que Plácido volaba a Salzburgo para cantar al día siguiente. Celoso de Isabel Mingote, le dediqué el «Aurtxoa Seaskan», una maravillosa canción de cuna vascongada. Llegó, recibió el premio, cantó, rió, habló, disfrutó y de madrugada, en un avión fletado por él, voló a Salzburgo después de pedirnos que el premio en metálico se lo entregáramos a unas monjitas de la Caridad de Pollensa. Jamás he conocido, no a un grande de España, sino a un grande del mundo, con la simpatía, sencillez, talento, generosidad y humanidad de Plácido Domingo. Y guardo para mí sus confidencias, sorprendentes y divertidísimas.

Plácido es uno de los diez españoles del Siglo XX. También Alfredo Kraus, el virtuoso canario, de carácter más difícil. La Ópera, durante decenios, se hizo rivalidad taurina, e igual que los partidarios de Joselito o de Belmonte, los aficionados y entendidos de todo el mundo se dividieron a favor de Plácido o de Pavarotti. Se mostró de acuerdo en que la excesiva duración y relleno musical de alguna obra perjudicaba a la afición y le hicieron feliz las definiciones de la Ópera a través del humor limpio. «La Ópera es una cosa en la que el tenor se quiere acostar con la soprano pero el barítono nunca les deja», o «la Ópera es en el único sitio donde a un tío le apuñalan por la espalda, y no sólo no se muere el pájaro, sino que se levanta y se pone a cantar».

Hoy que descansa y se repone, quiero agradecerle a este español profundo,a este genio universal, toda su grandeza, artística y humana. Y desearle una rápida recuperación para que su voz vuelva a superar el límite de los elegidos, el que separa los espacios del hombre de los espacios de Dios.