Joaquín Marco

Dos santos

Este domingo van a ser canonizados dos Papas que muchos de nuestros contemporáneos han podido conocer. El hecho es absolutamente extraordinario, como bien se ha señalado en estas mismas páginas.

Juan XXIII fue el Papa del Concilio Vaticano II. Con él se cerró el enfrentamiento de la Iglesia católica con la modernidad. En unos cuantos años de Pontificado, no muchos, Juan XXIII consiguió acabar con un debate que había ido colocando al catolicismo en una situación de apartamiento, sin capacidad para intervenir en los debates de su tiempo, ajena a algunos de los más graves conflictos de conciencia del siglo XIX y del XX. Se puede hablar de modernización o de «aggiornamento», pero lo que vale del gesto, para los creyentes, para los que no querían dejar de serlo y para los que no querían un mundo sin catolicismo, es otra cosa: la confianza en que la Palabra de Dios, que la Iglesia tiene la obligación de enseñar y transmitir en su integridad, no es ajena a ningún tiempo, y mucho menos a uno en el que Dios ya no sostiene el edificio entero de la sociedad, ni da sentido a toda la realidad.

Es posible que fuera eso, por lo menos en parte, lo que le permitiera enfrentarse al totalitarismo como lo hizo. Una Iglesia católica ajena al poder temporal, capaz de alzar su voz con libertad, sin hipotecas, estaba más legitimada que nunca para sostener el No de los polacos, de los alemanes y de tantos otros al proyecto bestial de anular la dimensión religiosa del ser humano, que es uno de los grandes objetivos de esas idolatrías políticas que son los totalitarismos. En su nivel más profundo, allí donde esa resistencia puede lindar con la santidad –aunque sea desconocida–, este acto no es político. El cristianismo y la Iglesia católica vinieron en ayuda de la pura humanidad, que se realiza en el acto mismo de rechazar, de cualquier forma que sea, esa mutilación.

Si Juan XXIII acabó con los miedos a la libertad dentro de la Iglesia, con Juan Pablo II la Iglesia católica dejó de tener miedo a quienes odiaban la libertad. En los dos casos, el cristianismo, que parece embarcado en batallas que le son ajenas, volvió a su fondo más esencial, al carácter sagrado de la vida y del espíritu humano. Volver a adelantar este hecho básico en un mundo definitivamente desencantado es la tarea que le espera al Papa Francisco, tras la labor realizada por su antecesor Benedicto XVI.