Ángela Vallvey
Educar
Datos inquietantes indican que aumenta el maltrato de hijos a padres. Afortunadamente, existe una gran conciencia social respecto a la violencia de género. La sociedad española ha hecho un esfuerzo de consenso y repudio hacia los casos de agresiones a mujeres, muchos de los cuales acaban tristemente en asesinato. Ahora, aunque por desgracia continúan produciéndose ataques brutales a mujeres, hemos conseguido que nadie tolere públicamente ni la más mínima insinuación o justificación del crimen feminicida. Se terminaron los chistes sobre «mi marido me pega lo normal»; nadie comenta ufano en el bar que mantiene «a raya a la parienta» y toda persona bien nacida desprecia al maltratador. Pero no existe el mismo acuerdo de repulsa respecto a la violencia que perpetran los hijos hacia sus progenitores (o sus abuelos): no hay un pacto social que desapruebe la brutalidad del joven sobre sus mayores. No existe un teléfono al que llamar para confesar con vergüenza que nuestro hijo nos pega, que golpea a sus padres (sobre todo a la madre). Porque estamos fallando en eso, en educar. Los padres tienen una responsabilidad ineludible con sus hijos: su deber es educarlos. No educar a un hijo es una manera de abandonarlo. Quizás hemos desertado de la obligación de aplicar el principio de autoridad con los niños, lo que no significa tiranizarlos, sino enseñarles la diferencia entre lo bueno y lo malo. Decirle a nuestro hijo qué está bien y qué está mal es algo sencillo y de necesario cumplimiento para los padres. Deberíamos recuperar el orgullo que tenían nuestros propios padres por la nobleza y la dignidad: por el respeto a los mayores. En la cultura china, ése es un principio sagrado. En la nuestra, se ha olvidado por completo. Quizás porque la educación es lo primero que se pierde cuando no se tiene.
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