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Efecto Goldilock

La Razón
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«¿Por qué las generaciones más viejas no aprueban los videojuegos?». La pregunta la hace y la responde la revista Salon, que tira de un estudio pionero según el cual los videojuegos no fomentan la violencia. De hecho, y aunque los usuarios del maldito cacharro pueden desarrollar una adicción, similar en reacciones cerebrales a las que observamos en drogadictos y ludópatas, también parece probado que no sólo no comprometen las capacidades cognitivas y sociales sino que, encima, incluso ayudan a mejorarlas, especialmente la capacidad de atención y la visión especial. Para entender mejor el descrédito de los videojuegos, y en general del presente, conviene desviarse. Hablar, por ejemplo, de la risueña Goldilock (Ricitos de Oro). Aquella dulce niña que, en la tesitura de elegir entre tres platos de sopa (y tres sillas, y tres camas) optaba por el más templado, ni muy caliente ni muy frío. También por la silla mediana y la cama ídem. En comercio el Efecto Goldilock representa la práctica de alinear tres ofertas con el objetivo de que el cliente elija la «del medio», o sea, la que prefiere el vendedor, tras descartar tanto el producto con un precio excesivo como las (teóricas) deficiencias del más barato. Y hablamos de Zona Goldilock para referirnos a las condiciones que posibilitan la vida en un planeta (distancia de su estrella, tamaño del satélite lunar, inclinación del eje, etc.). Pues bien, el Efecto Goldilock, en palabras del psicólogo Patrick Markey, entrevistado por Salon, también es «el convencimiento al que llegan todos las generaciones de que sólo ellas hacen bien las cosas». De forma que la gente mayor piensa que los más jóvenes están locos y los jóvenes que sus mayores actúan como cobardes. Sólo nosotros, a medio camino de los nietos (mimados, vagos, fantasiosos, furiosos y obscenos) y los abuelos (carcas, asustadizos, jurásicos y exagerados) sabemos lo que vale un peine. Con bebedizos semejantes cocinamos nuestra cosmovisión, del análisis político a la crítica de la novela, la música o el cine actuales. O el fútbol, que como todos saben no es lo que era. Normal que abunden las jeremiadas de quienes despachan a las generaciones previas y ulteriores de un papirotazo entre brutal y despectivo, entre paternalista y listillo, entre alarmado y borde. Luego si eso, desplazados de los centros de poder y a punto de acompañar a los 50.000 millones de seres humanos que murieron antes que nosotros, agonizamos convencidos de que el mundo enfila el precipicio, cuando en realidad somos nosotros los únicos que boquean. Es que confundimos el todo y la parte; el destino global con el de nuestra carne mortal. La próxima vez que alguien, un educador, un maestro, un padre, o un político o columnista, aúlle engolado contra el apocalipsis que vivimos, recuérdenle su falta de perspectiva, su visión de topo, su arcaizante fatuidad. Ya llegarán sus hijos y sus nietos para condenar los vicios y pasatiempos futuros. Algo normal cuando tu capital biológico conjuga en transitivo. Cuando apenas resta como asidero vital el desmedido elogio de un pasado rosa que escapa para no volver.