Gaspar Rosety
El árbitro
Son sumamente vocacionales y, quizá por ello, empiezan a escasear voluntarios. Seres indefensos ante algo tan básico como el error involuntario. Se aplaude al futbolista que falla cinco goles entre palos, pero se criminaliza al árbitro que pita un penalti, uno, anula un gol, uno, o marca un inexistente fuera de juego, uno. No importa que el delantero cobre millones de euros y el pobre trencilla ciento veinte mil. Una sola equivocación basta para presentarlo ante la Santa Inquisición del periodismo y condenarlo de inmediato a la hoguera del papel, de la radio o de la televisión, y ni cuento Twitter, donde se delinque desde la impunidad y el anonimato.
Muchas veces me he preguntado, y les he preguntado, por qué siguen, si les merece la pena verse en los medios de comunicación como la escoria de la sociedad mientras se sigue ovacionando a corruptos de traje y corbata.
Siempre hay un argumento, las vocaciones no se explican. Viven un régimen de disciplina y jerarquía, mezcla de orden militar y religiosa, se les somete a duros exámenes en cada partido, son calificados y se les exige superar pruebas físicas sólo al alcance de atletas profesionales. Sin embargo, siempre son culpables e, indefectiblemente, les atropella el tren del local o del visitante, del grande o del modesto, del oportunista, del ex compañero ignorante y resentido. Ni siquiera los defienden aquellos a quienes involuntariamente favorecen.
He vivido muy de cerca su honestidad y sus conocimientos. Y doy fe de ello, aunque sé que mi opinión va contra la corriente. Y sí, soy amigo de César Muñiz Fernández, y de muchos otros más, en el acierto sabio y en el error involuntario.
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