Alfonso Ussía

El desvanecimiento

La Razón
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Los edificios también se desvanecen. Se desmoronan. Pasaba la urna del asesino a la altura de un viejo palacio habanero. Más que un palacio era un futuro de cascotes, de ripios diseminados por donde deambulaban las cenizas del millonario difunto. Cincuenta años para destruir una ciudad que fue la capital de todos los caribes. Cincuenta años para arruinar a un pueblo que pasó de valeroso a cruelmente sometido. Cincuenta años para amasar en nombre de la Revolución y del Partido Comunista cubano una de las más compactas fortunas del mundo.

En Cuba, la patria en la que no quieren vivir los comunistas españoles, el salario medio, el de los profesionales destacados, es de 25 euros al mes. En Cuba, la patria en la que no quiere vivir Pablo Iglesias, el salario mínimo, el de los obreros no cualificados, es de 18 euros al mes. En Cuba, la patria de la que huyen los resentidos después de pagar una miseria en dólares en los hoteles de lujo vedados para los cubanos, la pensión de los jubilados no alcanza los nueve dólares al mes. En Cuba, la patria del comunismo y de la igualdad, la patria de la resistencia contra el capitalismo y la soga del mercado libre, el llorado comandante de la Revolución ha dejado a sus herederos más de cincuenta mil millones de dólares. Han leído bien. Cincuenta mil millones de dólares, reunidos robando a su pueblo, desnutriendo a su pueblo, arruinando a su pueblo, mientras un caudal incontenible de dólares y euros engordaba las cuentas de las cenizas en los Estados Unidos, las Islas Vírgenes, Suiza, Liechtenstein, San Marino, Andorra, Mónaco y las Islas Caimanes. En Cuba, se caen los viejos edificios que construyeron los españoles, y se mantienen fuertes y deliciosamente cuidados los palacetes de los asesinos y sus jardines asombrosos. Mientras Cuba entierra las cenizas paseadas del multimillonario comunista, y sus cárceles despiden el hedor de los olvidados, sus pensionistas perciben nueve euros mensuales, sus obreros dieciocho y sus profesionales cualificados, veinticinco. El gran triunfo del comunismo. Decenas de miles de asesinados, de torturados, de desaparecidos por el delito de la opinión libre y los ideales adversos a la falsa revolución, para que Cuba se caiga a balconazos, los cubanos compartan la miseria, y los herederos de las cenizas viajadas se repartan cincuenta mil millones de dólares. Comunismo puro y duro.

Vladimir Putin, como Mihail Gorbachov, fueron destacados miembros del PCUS para alcanzar los espacios privilegiados en el poder soviético. Fueron comunistas pragmáticos, entregados al servicio de la causa que abominaban. Gorbachov se rindió ante la evidencia de la quiebra del comunismo. Putin, más joven, se limitó a esperar su momento. Y cuando le llegó el momento, se permitió el lujo de opinar: «El que olvida el dolor que causó el comunismo en Rusia, no tiene corazón; y el que pretende que vuelva, no tiene cerebro».

En España ha crecido un comunismo sin corazón ni cerebro. Un comunismo corrupto, aunque todavía no tanto como el de Corea del Norte, Venezuela o Cuba. Pero estos desarrapados de marca, estos pijos de escaparate, estos resentidos que no han pedido perdón por ser hijos y nietos de asesinos, miran a Cuba y sienten su corazón rebosado de esperanzas. De llegar algún día al poder, no tengan duda de que aplicarán la guillotina a las urnas y las libertades, y quizá, si el tiempo se lo permite, cuando sus cenizas sean paseadas con todos los honores por un Madrid derruido, los hijos y los nietos de los homenajeados se repartan cincuenta mil millones de euros en nombre de la «gente».

No sucederá, pero en este mundo y en esta España tan desmemoriada, todo es posible.