Alfredo Semprún

El espectro de Georgia 2008

En Ucrania, la comunida judía anda algo inquieta. Tal vez, porque donde la Prensa occidental, reconvertida en mera traficante de sentimentalidades, no ve más que a un pueblo heroico que lucha por su libertad en medio de la noche helada y el fuego ciego de los represores, ellos, los judíos, de acusada experiencia, distinguen también a los adalides de la intolerencia racial y la supremacía de la etnia sobre el individuo.

No es buen síntoma la intención declarada de proscribir el ruso de la vida oficial, la lengua materna de un tercio de los ucranianos, por parte de los nuevos gobernantes de Kiev, como no lo fue en Georgia, al poco de declarar su independencia, la intención de eliminar del sistema educativo superior cualquier idioma que no fuera el georgiano. Cuando se derrumbó el comunismo con la implosión de la URSS, y con él las fronteras del viejo imperio ruso, pareció inevitable el resurgimiento de los nacionalismos. Pero no todos fueron iguales. El armenio, por ejemplo, con la sabiduría que da una historia trágica en el alma de un pueblo, buscó el pacto con las otras minorías caucasianas convertidas en forzados compatriotas. Al menos, limitó los daños. Georgia, víctima del nacionalismo en su fase más infantil –exaltado e inseguro–, se vio abocada a una larga guerra civil a la que puso, sólo temporalemente fin, la habilidad maquiavélica de un viejo y experientado comunista como era Eduard Shevernaze, tan georgiano y soviético como Stalin. Cuando lo tumbó la llamada «revolución de las rosas», las regiones rebeldes de Osetia del Sur y Abjasia se mantenían nominalmente como Georgianas, pero con sus habitantes protegidos por «tropas de paz» rusas.

Ya se sabe que el derecho a la autodeterminación sólo opera para los pueblos elegidos, superiores, como el georgiano. A los otros, aunque se empeñen en seguir siendo ciudadanos rusos como sus padres y como los padres de sus padres, no les queda otra que aceptar o largarse, a menos, claro, que tengas un Putin cerca. El nuevo régimen de Georgia, tan blanquito él, se orientó hacia occidente y, ciertamente, se abrió a la democracia con Mijail Sakasvilli como presidente. Desde la Unión Europea y desde los Estado Unidos se le hicieron promesas de integración e invitaciones al compadreo. Los georgianos enviaron tropas a Irak, al lado de Washington, firmaron su solicitud para entrar en la Alianza Atlántica, doblaron sus fuerzas armadas con material e instructores norteamericanos y, crecidos por el respaldo occidental, creyeron que había llegado el momento de solucionar lo de las renuentes provincias de Osetia del Sur y Abjasia.

Primero, con una oferta de autonomía en un estado federal, que fue rechazada al grito de «independencia o muerte». Por aquellas calendas, 2008, con lo del Kosovo, Moscú estaba de los nervios y no contribuyó a calmarlos, precisamente, la conferencia que la OTAN mantuvo en Bucarest en abril de ese año, con Ucrania y Georgia como asociados y candidatos. Putin tendió una vulgar trampa a Sakasvilli –con incidentes fronterizos y reparto de pasaportes a osetios y abjasios– en la que cayerón los georgianos, comenzando las hostilidades.

Tal y como había previsto Putin, los compadres europeos y norteamericanos no hicieron más que protestar enérgicamente. Georgia, derrotada, había aprendido la lección. Queda por ver, si también han sacado provecho de la experiencia los ucranianos.