Luis Suárez
El espíritu de Sefarad
En un periódico de gran ámbito nacional y hacia el que siento un gran afecto, leí el otro día un extenso comentario acerca de la nueva y sustanciosa política que el Gobierno se propone desarrollar a favor de los sefardíes que quieran seguir vinculados a España. No fue el Gobierno de don Felipe González, como parecía desprenderse del texto, sino precisamente la Monarquía quien dio el paso decisivo sobre el que debemos meditar. Ya durante la Primera Guerra Mundial, Alfonso XIII había intervenido eficazmente para evitar que el Gobierno turco expulsase de Palestina a la reducida comunidad judía; ya que ésta era precisamente una derivación de Sefarad. Y Sefarad, queridos amigos, significa España. Pocos años después, al suprimirse en Turquía el régimen de las capitulaciones, el mismo monarca, y su jefe de Gobierno, que era entonces el dictador Miguel Primo de Rivera, tomó una decisión al reconocer a todos los sefardíes, sucesores de aquellos que en 1492 tuvieran que abandonar España al prohibirse la religión judía, derecho a solicitar documentación que le acreditase como súbditos españoles. Los autores de este gesto no sospechaban la importancia que el mismo iba a tener. Cuando el antisemitismo nazi desencadenó la persecución contra los judíos el Gobierno español tuvo la oportunidad, no sólo de abrir sus puertas a cuantos judíos llegaran, sino de tomar bajo su amparo a los sefarditas a los que se proporcionaba documentos que les acreditaban como españoles. Y cuando las cosas se endurecieron todavía más, cursó a sus representantes diplomáticos la orden de no perder el tiempo con trámites, porque ya no había duda: los «pobres» judíos estaban siendo exterminados. El Gobierno alemán prohibía a los judíos subir a trenes ordinarios, de modo que para sacar a los sefardíes de allí fue necesario contratar y pagar tres trenes que trajeran unos cuantos millares a la Península. Otros fueron albergados en casas con bandera española. Y muchos pudieron esconderse en los sótanos de conventos españoles en Roma. Ángel Sanz Briz –todos los elogios hacia él me parecen insuficientes– no operó por su cuenta: se le habían cursado órdenes perentorias; no era posible perder tiempo; había que hacer cuanto estuviera en su mano. Cierto, nos estamos refiriendo a la época de Franco, que no se conformaba con ser un simple dictador como Primo de Rivera sino mucho más. Y sabía bien lo que se jugaba.
El Moshav ha redactado una lista de cuarenta y seis mil nombres que fueron salvados directamente por España. Y un rabino en Nueva York, refiriéndose en noviembre de 1975 a Franco, que acababa de morir, empleó la palabra certera: tuvo «piedad». No se trataba de estar a favor o en contra sino de considerar el sefardita como una especie de otro yo, y a los demás judíos, como seres humanos a los que se debe respetar.
De este modo, y gracias a un gesto de la Monarquía, España no sólo evitó cualquier clase de complicidad con el Holocausto o con las persecuciones que se estaban reproduciendo en otros países del este, sino que recobró para sí un valor cultural. La cultura española debe al sefardismo algunos de sus tesoros más importantes. Hoy, que se enaltece con plena razón el significado de san Juan de Ávila, procuramos silenciar que fue silenciado y procesado ante la Inquisición por denuncia que contra él formularon personas individuales por «criptojudaísmo». Sí, el gran doctor de la Iglesia, procedía de una familia de sefarditas. Es cierto que esta vez la Inquisición no erró: la sentencia pronunciada no era simplemente absolutoria, sino un reconocimiento de los extraordinarios méritos que acompañaban al santo de Montilla.
¿Algo más? Sí. En diciembre de 1973, a instancias de los judíos, el decreto de 1492 fue oficialmente abolido. El ejemplar primero de esta disposición fue entregado por el ministro de Justicia, Antonio Oriol, al entonces presidente de la comunidad judía en España, Samuel Toledano. De modo que no sólo las prohibiciones administrativas sino también las descalificaciones que en aquella lejana pragmática se introdujeran, eran ahora borradas. El Gobierno español debe seguir en esta línea. No necesita reconocer el derecho de los sefardíes a solicitar la nacionalidad española pero sí puede disminuir o anular los requisitos ordinarios que acompañan a la solicitud de una nacionalidad. Pues los sefarditas son por su propia esencia naturales de España y comparten con todos nosotros esa condición.
Vamos a cerrar estas líneas con una reflexión en voz alta. Perdónenme mis lectores si en algo me excedo. Desde el siglo XI, hasta el siglo XVI la influencia de esa cultura gestada en nuestra tierra y que alcanza con Maimonides un valor universal se muestra evidente. Los más antiguos versos en la hoy desaparecida lengua castellana son obra de Samuel Ha-Levi, aquel judío que hallara refugio y fundamento en tierras de Guadalajara. Judíos estaban en la Escuela de Traductores y sin los sefarditas retornados no hubiéramos tenido la Biblia Políglota Complutense. Ni hubiera tampoco vuelto a penetrar Aristóteles en Europa. No se trata de conceder algo, sino simplemente de reconocer. En los últimos años se han registrado dudas y vacilaciones por el temor, siempre, de indisponerse con algunos poderes musulmanes. Cuantas más facilidades puedan darse, mejor. Y hablo de una experiencia personal: algunas de las personas hacia las que he sentido o siento mayor afecto eran precisamente, o son, sefarditas. Y el retorno a la Tierra que es don de Dios no debe modificar en nada estos sentimientos. Con todo respeto aliento a nuestro ministro de Justicia: adelante cuanto más se avance en este camino de acercamiento, mejor.
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