Martín Prieto

El fiscal se levanta de la película

La cinematografía angloamericana presentó durante décadas una figura fiscal licantrópica e inquisitorial dada sólo a la ruina de acusados inocentes bajo sospechas circunstanciales. Bajo este prisma, la representación del abogado defensor quedaba reservado al galán o la primera actriz, siendo el fiscal del reparto, mal encarado y obnubilado por su falta de perspicacia. Parecían guiones escritos por víctimas de errores judiciales. Con el tiempo el Fiscalía recuperó en el imaginario popular su función natural que es la de abogado defensor de la sociedad, entre nosotros bajo jerarquización gubernamental, menos eficaz que su elección universal por distritos. Vaya el exordio porque el Fiscal General del Estado, Eduardo Torres Dulce, es un redomado cinéfilo, de los de sesión tarde o noche en sala, con la esposa, todos los días del año. Le he seguido más por su erudición sobre el séptimo arte que por su indiscutida ciencia jurídica. Esta semana, Torres Dulce ha pronunciado en el Congreso un alegato contra la corrupción que se perderá en el manglar cambiante de los medios. Calcula el Fiscal que el cohecho, la prevaricación y la malversación de caudales públicos creció un 17 por ciento entre 2.010 y 2.012. No sabemos de que suelo parte, porque la corrupción política, inherente al género humano, encontró suelo abonado en la democracia. Hoy es patético y vomitivo el «más eres tú» que practican los partidos en una reyerta inacabable de pelanduscas. Demasiados sumarios permanecen abiertos, pero el único partido político condenado en sentencia firme por financiación ilegal es el PSOE. El cochambroso estado de la Justicia impide una perspectiva más equitativa. Decía San Agustín que Justicia es dar a cada uno lo suyo, pero le faltó añadir que darlo en tiempo cumplido. Hay juicios que duran tanto que quedan suspendidos por fallecimiento de las partes, los testigos, los abogados y hasta el ujier que llama a los convocados. Autonomías y hasta provincias tienen sistemas informáticos incompatibles, y los pasillos de la Audiencia Nacional parecen el archivo carcomido de Felipe II. La cursilería imperante hace clamar hasta el más sanguinario su fe ciega en la Justicia, pero esta no es más que un servicio público que funciona o no funciona y tiene la misma credibilidad que la Renfe. Otro lamento de Torres Dulce que sería subsanado con 10.000 jueces más, asunto imprescindible y que permiten los recortes. Que los sumarios los lleven los fiscales o los jueces de instrucción es algo ancilar dado el actual estado de cosas. La correcta financiación de partidos, sindicatos, patronales y otras entidades públicas no se alcanza porque no se desea. En Alemania un partido presenta sus cuentas a los tribunales firmadas por su secretario general que es punible si falta un euro. Y el repaso de la contabilidad se hace en tiempo real no superior a tres meses. La vía de la contabilidad En B no es tan fácil a menos que todo el dinero se maneje de mano en mano, como en las viejas ferias de ganado, sin soporte alguno de papel u ordenador. En Berlín la papelería de Bárcenas no habría tenido entrada legal porque habría resultado imposible para el CDU o el SPD. El derrame moral, ético y hasta estético, de la corrupción sobre la sociedad es fuente de amarguras para Torres Dulce. Cualquier país civilizado precisa espejos en los que reflejarse, élites a las que emular, magisterio de costumbres, esa nata social flotante que no siempre es superflua. Empezó Carlos Solchaga diciendo que España era el país donde más dinero se podía hacer más rápidamente, un imán de inversiones especulativas, y todo fue echar a correr tras el vellocino de oro. Hasta la austeridad, que es una virtud, se nos ha convertido en una desgracia y un baldón. Los jóvenes que hace veinte años querían ser Mario Conde (¡vaya ejemplo!) hoy aspiran a descalabrar a un policía o ser famosos, «cum laude» de la nueva inteligencia. Se entiende que ni la honradez ni el esfuerzo puedan tener asiento ante la caterva de muleros que empañan la actualidad y algunas parrillas televisivas. Probablemente como Torres Dulce, nunca me he ido de un cine por mala que fuera la película, pero veo al fiscal general con ganas de levantarse de la butaca ante tan espesa zafiedad.