Ángela Vallvey

El honor

El honor es una cualidad moral que se aloja en el decoroso vecindario de la honradez y la conciencia. Comporta muchos deberes, numerosas obligaciones y poquitos derechos, pues la probidad es un inmenso acto de entrega de noblezas, al prójimo y a uno mismo, de ofrendas de integridad y respeto, por el prójimo y por uno mismo. «Estepaís» lleva ya cuatro décadas otorgando generosamente honores a sus prohombres como si fuesen fundas del chocolate de nuestro pasado «vintage», como cromos de a perrilla el montón. Se ha condecorado con honor a los portentos de la vida pública con los que, según nos decían, los pringados ciudadanos estábamos en deuda. Por ejemplo, el título «Molt Honorable Senyor» no sólo denota la importancia del personaje, sino que conlleva privilegios mucho más táctiles, como cuatrocientos metros de oficina en el Passeig de Gràcia, unos ochenta y seis mil euros anuales para monadas y ligerezas de estómago ahíto, tres secretarias, un chófer y alguna que otra subvención para sus fundaciones. Pues nuestros insignes padres de la patria, cuando se jubilan de los politiqueos, adoptan por profesión «Sus Fundaciones», que tienen la tributación baratita.

Schopenhauer decía que el honor es como las cerillas: sólo sirve una vez. Si se quema, no hay quien vuelva a encenderlo. Decía que la gloria se debe adquirir, mientras que el honor sólo se puede perder.

Entre la obsesión barroca por el honor de un personaje de Calderón de la Barca y la obscena falta de sentido del honor de esos que creíamos muy honorables hay mucho trecho. El mismo que debiera recorrer el contribuyente con su voto en la mano: ha llegado la hora de que la repugnante corrupción, la podredumbre de la vida política, influya de manera decisiva en los votantes honorables, que son la mayoría, estoy segura.