Alfonso Ussía
El horno
Después de unos días en el norte, he recuperado la insoportable vida en el horno. De Ruiloba y Comillas a Madrid y viceversa, la mitad del trayecto obliga a detenerse en el Landa de Burgos. Los que acostumbran a viajar hacia Santander por la autopista de Tordesillas, Valladolid y Palencia, descansan y se reponen en «Los Palmeros» de Frómista o Las Cuevas de Alar del Rey. Mi predilección por el Landa viene desde la infancia en los viajes a San Sebastián. Burgos, en invierno, es casi siberiano. Ahora su fisonomía ha cambiado con la presencia estática de un terrible ejército de molinos generadores de energía limpia. Muy limpia y muy fea, pero ecologista. Las cuerdas más bonitas de España, los altos páramos de la meseta, han sido colonizados por estos energúmenos insensibles y antiestéticos. Se cuenta la historia de un cercano pariente del que escribe, que recibió, inmediatamente después del término de la Guerra Civil, un sobre con cuatro plumas de gallina en su interior. El cercano pariente no había combatido en el frente y con el envío le estaban llamando cobarde. Para reponer su prestigio se alistó en la División Azul. El tren que llevaba a una de las expediciones hacia Rusia, se detuvo en Burgos en pleno mes de enero y los divisionarios obtuvieron el permiso de descender y estirar las piernas. Mi cercano pariente, inteligente e inflexible con sus debilidades, se preguntó: –Si en Burgos hace este frío, ¿cómo será el de Rusia?–. Y abandonó en Burgos a la División Azul, tomó un taxi y se perdió en el anonimato en una ciudad del sur.
Ayer, en el Landa de Burgos, la temperatura era de 39 grados centígrados. Y yo me pregunté: –Si en Burgos hace este calor, ¿cómo será el de Madrid?–. Pero al contrario que mi cercano pariente, mi deber y compromisos estaban en Madrid y no deserté. Llegado a Madrid, un aire de fuego me recibió al abandonar el coche. Las hojas de los árboles, detenidas. Sus ramas, sin pájaros. La acera, de hierro candente. El horno. Me preocupa la salud de los participantes de la carrera con tacones, ya tradicional en la celebración del Orgullo Gay, que con tanto interés financia nuestro Ayuntamiento. Pero en fin, allá ellos, porque este año he decidido no tomar parte del impresionante evento deportivo. Retornaré al norte, donde se anuncian lluvias y temperaturas primaverales.
No obstante, en Madrid están las terrazas a rebosar, mientras en el interior de bares y restaurantes apenas hay clientes. La gente está loca. Renuncia a la maravilla del aire acondicionado y se abraza al horno. Veo una imagen desoladora. En un chiringuito de la playa de La Malvarrosa en Valencia, con 40 grados de temperatura, una multitud de naturales y turistas, comen paellas, que ya sé que lo correcto es escribir arroz y que la paella es el cacharro redondo, pero la costumbre en el lenguaje ha vencido sobre la corrección. Y me pregunto: –Si con este calor comen paellas, ¿qué harán cuando tengan frío?–.
El gran invento del siglo XX ha sido, sin duda, el aire acondicionado. Lo malo es que una buena parte de la humanidad no se ha enterado todavía de su existencia. En el horno de Madrid se suceden las terrazas, mientras en los interiores la temperatura recuerda a la delicia de los dioses, que ignoro a ciencia cierta de qué delicia se trataba, pero tenía que ser de prodigio alto.
Cuando escribo, el chorro de aire frío me permite finalizar este texto deslavazado que tanto me ha divertido escribir. Me aguarda una ducha de carmelita descalzo, de agua fría. A nadie ni nada odio, excepto al calor. En este horno no se puede vivir. Consuela saber que llegará el otoño.
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