Enrique López
El país de nunca jamás
Mucho se ha escrito y dicho en relación a la propuesta de resolución en el Parlamento de Cataluña por la que se pretende dar inicio al proceso de creación de un estado catalán independiente. Lo que más llama la atención no sólo es la intención política de abordar el ilegal y desleal proceso, sino la amenaza de que no se cumplirá con cualquier resolución que pueda provenir del Tribunal Constitucional, al no concederle legitimidad alguna. El simple hecho de la proposición y debate en sí mismo es ya una enorme afrenta al Estado de Derecho. A estas alturas advertir que la soberanía popular reside exclusivamente en el pueblo español, que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española y que un Parlamento autonómico no representa la soberanía popular, correspondiéndole en exclusiva a las Cortes Generales, resulta cansino, pero no por ello debemos renunciar a recordarlo. Ante esta ofensa democrática, la inmensa mayoría de demócratas en España apuesta por el uso de las vías de derecho y las armas que nuestro ordenamiento jurídico ofrece para reaccionar ante semejante actuación ilegal; otros apuestan por la utilización del diálogo y la apertura de vías que lo hagan posible. En un Estado de Derecho el diálogo es un buen instrumento, y a veces es el arma más eficaz, eso sí, dentro de las posibilidades que la Ley, y en este caso la Constitución, ofrece. Aunque parezca una contradicción, en el mundo jurídico no tiene cabida la política, pero, sin embargo, el ejercicio de la política está limitado por las leyes. Cuando se dice en España que es tan mala la politización de la Justicia como la judicialización de la política, no sé muy bien a qué se están refiriendo. El art. 9 de la Constitución somete a los poderes públicos y a los ciudadanos por igual a la Constitución y a las leyes, y por ello un triunfo del Estado de Derecho ha sido acabar con los actos políticos no susceptibles de control jurisdiccional. Esto no supone una injerencia del poder judicial en el político, sino la obligación que todos tenemos, incluido un parlamento, de someterse a la Constitución y a la Ley. Los proponentes de la resolución de independencia, cuando adelantan que no van a cumplir ni a acatar lo que decida el Tribunal Constitucional y que por ello no supeditarán la «desconexión» a sus decisiones, lo único que van a conseguir es dar lugar a los supuestos de hecho contemplados en la Ley que van a obligar a actuar a los tribunales, y no sólo al Constitucional. Las consecuencias que se pueden desencadenar obligarán a utilizar los instrumentos que el ordenamiento jurídico ofrece, tanto en la vía constitucional como en la vía penal, y ello va a cerrar toda posibilidad de diálogo que no sea la mera aplicación de las normas. No se puede ser demócrata si no se cumple con la máxima expresión de la democracia, que es la Ley. Querer convertir a Cataluña en una colonia del siglo XXI, por más que se utilice el eufemismo del derecho a decidir, es un tremendo error.
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