Restringido

El proceso de paz en Colombia

Preocupa que la paz se considere irreversible porque el Estado se ha puesto de igual a igual con el terrorismo, los generales son equiparados políticamente con sus asesinos y la tesis dominante de los acuerdos es la visión totalitaria, bien disimulada, del Castro Chavismo. Nuestra democracia, con cuatro años de interrupción durante el siglo anterior, ha sido la más extensa de Iberoamérica. Incluso en el Frente Nacional ocupó sus espacios el Partido Comunista como las demás expresiones ideológicas. Los actores violentos han procedido no como alzados en armas contra una dictadura, sino como verdugos contra la comunidad y el Estado de Derecho. Por eso no hablamos de conflicto ni de insurgentes, sino de narcoterrorismo.

A continuación, las discrepancias que mis compañeros del Centro Democrático y yo mismo hemos tenido con el proceso:

- El Gobierno no exigió el cese unilateral de actividades criminales, lo cual ha costado muchas vidas de soldados, policías, civiles y también una especie de inmolación inútil de guerrilleros. Hoy es más difícil obtener esta necesaria condición porque el protagonismo político y un relativo fortalecimiento del terrorismo parecerían alejarlo de aceptar el cese unilateral;

- Es notorio el incremento de la inseguridad, con ocultamiento nacional e internacional de acciones violentas. Se ha perdido la voluntad ciudadana de denuncia y ha crecido el sometimiento al poder terrorista, que extorsiona, impone horarios viales, ordena cultivar coca e indica qué se puede sembrar;

- Las Fuerzas Armadas, no obstante su histórico comportamiento republicano, denotan desmotivación. A este sentimiento concurren factores como la igualación de los soldados y policías con el terrorismo, en lo jurídico que los nivela como victimarios y condiciona su solución judicial a un previo acuerdo con el terrorismo; en lo político cambió la palabra seguridad por la denominación de guerra. Lo peor, en el discurso gubernamental de protección a la sociedad civil se autoriza tácitamente el atentado contra soldados y policías, que el Gobierno califica como contendientes de guerra;

- Las ofertas de impunidad y elegibilidad a responsables de atrocidades. Colombia, país de normalidad democrática, no debería ser objeto de justicia transicional, sin embargo, aceptamos amnistía e indulto para guerrilleros rasos, como también su elegibilidad política. En relación con responsables de delitos atroces, compartimos la reducción de sentencias, pero no la ausencia de pena privativa de la libertad;

- Objeciones a los acuerdos publicados. La agenda nacional no se debe discutir con el terrorismo.

La iniciativa privada queda gravemente arriesgada en los acuerdos con la Farc.

Los compromisos entre el Gobierno y la Farc son permisivos con los cultivos de droga; indulgentes con el narcotráfico de Farc; no exigentes en la entrega de las armas; omisivos para obligar a los terroristas a proceder como victimarios y entregar recursos y bienes, que provienen del delito, para reparar a las víctimas.

Sin pretender anticipar el impacto y la cobertura de los acuerdos definitivos que llegasen a firmar, nos preocupan los mecanismos de ratificación posibles, que tendrían el riesgo común de la presión del terrorismo armado a la ciudadanía. El Referendo y la Consulta Popular, si bien son diferentes porque el primero propone reformar las normas y la segunda es de alcance indicativo, tienen el vicio de poder coincidir con otra elección, tal y como fue aprobado en reciente cambio de jurisprudencia sobre el Referendo. Preguntar por la noble palabra paz, en una nación martirizada, con el agravante de coincidir con otra elección, es impulsar a un salto emocional, que al afectar el discernimiento sobre los temas, desviaría la razón de ser de los instrumentos de participación directa.

Hay voces que expresan que una Asamblea Constituyente, limitada para otros temas, pero libre para aprobar, improbar o modificar los acuerdos, tomaría decisiones en salvaguardia de los valores democráticos de Colombia, ofrecería espacio de discusión y podría ser un camino siempre y cuando el grupo terrorista hubiera ya entregado las armas.

Si Farc asesina a compatriotas indígenas porque les retiran vallas publicitarias de sus territorios, ¿qué podremos esperar al acudir a procesos electorales para pronunciarnos sobre los intereses del grupo armado?

Es fundamental parar la violencia con un cese unilateral y verificable de actividades criminales por parte de Farc. Hablar de cese bilateral sería otro grave sacrificio de la institucionalidad y un nuevo paso para reducir a los militares y policías a la cárcel y ubicar al terrorismo en el poder.

Dos fines debería buscar este proceso: la garantía de No Repetición de la Violencia para las presentes y futuras generaciones y el respeto a la totalidad de los valores democráticos.

Ésta no es una discusión sobre prejuicios doctrinarios, al contrario, lo es sobre la imagen viva de hechos, como los 14.674 secuestros de Farc entre 1998 y 2003, el asesinato de sus rehenes, con premeditación y anuncio previo, tal como ocurrió con los diputados vallecaucanos, el gobernador Guillermo Gaviria, el exministro Gilberto Echeverri y sus compañeros de cautiverio. Esta discusión, en lugar de ser de doctrina política de salón, debe ser sobre la realidad de un grupo terrorista que ha secuestrado, vía reclutamiento, a miles de menores (67% de sus integrantes).

Queremos la paz, en muchos casos hay dolores de familia y en todos de Patria, no padecemos inhibiciones que nos impidan el perdón, pensamos que la justicia es necesaria como regla comunitaria y compartimos la convicción de defender, de verdad, sin actitud vergonzante, sin timideces, sin dobleces, a la iniciativa económica privada, incluyente, como función social, pero insustituible