Alfonso Ussía

El sudor del padre

He estado en Sevilla. Ya el sol ardiente. Algunos jacarandas con sus últimas flores. De vuelta a Madrid, a dos minutos de la estación de Santa Justa, La Rinconada. He pensado en Marta del Castillo y en los padres de Marta del Castillo, esperanzados en encontrar, al fin, en un siniestro rincón de la Rinconada, los huesos de su hija. Ni el fiscal ni el juez creen en la última indicación del canalla de Carcaño. Pero la fuerza de unos padres devastados por la angustia es mucha fuerza, y las de Seguridad del Estado, Guardia Civil y Policía Nacional, están con ellos. Cae el sol de plomo, y un padre cava la tierra, golpe a golpe, con la ilusión de que la pala se detenga ante la solidez de unos huesos. El sudor de Antonio del Castillo riega el suelo con la más triste esperanza que esperar se puede. En ocho ocasiones se han reído de él los asesinos de Marta. De él, de los guardias civiles, de los policías nacionales, del fiscal, del juez y de todos los españoles con un milímetro de sensibilidad en adelante. Por ahí se mueven las sombras negras de la maldad más absoluta. Los terroristas asesinan, pero autorizan el consuelo de los sepulcros. Estos criminales superan en perversidad a los peores etarras, a los peores fanáticos del terror islámico, a los peores individuos nacidos para matar a sus semejantes. Os dejamos sin hija, y sin sitio para que descanséis llorándola. No se puede concebir mayor vileza.

El padre de Marta, don Antonio, quiere compartir la búsqueda de los huesos de Marta. Y palada a palada ahonda en la soterra confiado en el milagro. El milagro es su hija muerta, asesinada por una banda de forajidos que hablaron, amaron, rieron, y compartieron con Marta el mundo de los jóvenes. Ninguno de los criminales ha sentido el más mínimo remordimiento. Y ahí están, uno en la cárcel y otros en la calle, atravesando con sus mentiras, sus pistas falsas y sus carcajadas de hiena, la nobleza y la valentía de una familia destrozada.

Sucede que ellos se derrumbarán y no el padre de Marta, que es capaz de regar con su sudor toda la piel de los alrededores de Sevilla hasta encontrar los restos de su hija. La perversidad cínica de estos depredadores terminará agrietándose en el momento más inesperado, y todo el muro de su ignominia se convertirá en lo que son los que lo han levantado, un montón de escombros nauseabundos. Se derrumbará Carcaño, o el hermano de Carcaño, o el llamado «Cuco», o la novia del segundo, o la madre del tercero, pero jamás don Antonio, que seguirá palada a palada adentrándose en la tierra para encontrar a su niña. Los asesinos confesos y los sospechosos terminarán pulverizando sus resistencias, o por la ley de las cárceles o por la ley de la vida, la que ellos le arrebataron a Marta. Y vuelvo a la imagen de siempre. El permanente exilio, la huida hacia delante, las miradas clavadas en sus espaldas, el desprecio a sus familias, y ese punto que se rompe y que arrastra toda la inmundicia construida con la mentira permanente. Ellos se derrumbarán, y si tardan en hacerlo, un hombre no dejará de socavar la tierra, regándola con su sudor de padre, hasta que tropiece su pala con los huesos de Marta.

«No hay que precipitarse», dicen los legisladores. Pues sí. Estamos muy necesitados de una precipitación legal que deje de amparar a los asesinos. De un golpe sobre la mesa. Un golpe rotundo, como el sudor de un padre que busca bajo la tierra los huesos de una hija.