Alfonso Ussía

El susurro de Lampedusa

Cuando leí las descaradas manifestaciones de la comisaria Malmström criticando dura e injustamente a la Guardia Civil por los métodos empleados en Melilla para impedir la invasión ilegal de centenares de inmigrantes subsaharianos, intuí que era mujer de leche ácida. Ese griterío impostor y buenista no correspondía a una mujer que ha alcanzado tan alto lugar en la Unión Europea. Claro, que todo tiene una explicación. Su asesora preferida, su gorrona predilecta, no es otra que la socialista catalana Anna Terrón, antigua secretaria de Estado de Inmigración con Zapatero, buenista profesional, ferviente defensora de la inmigración ilegal, y enemiga –que no adversaria–, reconocida del Partido Popular y en concreto, del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. La Guardia Civil cumple con las leyes. Quince emigrantes fallecieron ahogados en aguas de Marruecos, y la abutacada Malmström y su cínica y cercanísima asesora – no se olvide a la precipitada Soledad Becerril, defensora del Pueblo que ha olvidado que la Guardia Civil también es pueblo y merece más reflexión y sosiego–, han sentenciado y condenado a los miembros de la ejemplar Institución. Guardia Civil, insisto, que vigila la frontera de España con Marruecos y de Europa con Marruecos, y que cumple estrictamente con su deber. Algo que también harían bien en saber y respetar determinadas personas y organizaciones no gubernamentales – es un decir–, que desde las redes sociales se dedican a alentar a los desamparados emigrantes que pagan a las mafias –¿quizá alguna comisión?–, grandes cantidades de dinero para llegar a Europa. Es decir, para pisar el suelo de Ceuta o de Melilla después de atravesar África con toda suerte de penurias y tragedias. Porque a los primeros que les emociona el dramatismo y la crueldad que padecen los subsaharianos es a los guardias civiles y policías nacionales que cumplen, entre otras, las normas que dicta la Comunidad Europea al respecto. Cinismo brutal y obsesiones personales por encima del equilibrio que se precisa para ejercer altos cometidos.

En las autopsias practicadas a los fallecidos no se advierte impacto alguno de pelotas de goma en sus cadáveres. Los que buscan en Europa su último clavo de supervivencia hacen muy bien en agarrarse a él, pero mientras no exista contraorden, la Guardia Civil está obligada a impedirlo. Son los vigilantes de la frontera con España y con Europa, y si la memoria de la amargada Terrón no le falla, puede preguntar a Rubalcaba por los métodos que se empleaban en sus tiempos al mando de Interior para impedir las invasiones masivas. La ley se cumple, y no se puede insultar a los que cumplen la ley y hacen cumplirla. Este problema no se soluciona con buenismos absurdos. Sólo un tres por ciento de los subsaharianos que llegan a España tienen a España como objetivo de residencia. No es por ello un asunto de egoísmo nacional. Si la ley hay que cumplirla, que se mantengan las antipáticas vallas. Si la señora Malmström, la inefable asesora Terrón, la defensora del Pueblo Soledad Becerril y los partidos socialista, comunista y UPyD, deciden que la ley no se cumpla, se derriban las vallas, se deja en paz a la Guardia Civil, y se traslada cómodamente a los asaltantes en los «ferrys» de la Transmediterránea hasta la península. Ahí está la clave. En los odios personales de una sectaria y la suficiencia nórdica. Estos alaridos histéricos y lóridos nada tienen que ver con los prudentes susurros que la señora Malmström y la Terrón adjunta emitieron después de los terribles sucesos de Lampedusa. En España no hay conciencia de nación. En España hay rencor partidista. Y la Guardia Civil no tiene culpa de ello.