José Antonio Álvarez Gundín

El tigre del Elíseo

Excepción hecha del general De Gaulle, que fue un gobernante morigerado y de regularidades castrenses, los presidentes de Francia tienden a la efusión amorosa más allá de la alcoba marital, como si el Palacio del Elíseo, con sus techos borrachos de cupidos y sus salones poblados de ninfas, invitaran al desparrame sentimental. Mitterrand se desfogó, entre tanto pan de oro, con un frenesí absolutista y, amén de dejar en herencia una izquierda bastarda que justificaba a los etarras y financiaba a los castristas, legó a la patria una hija ilegítima a la que llamó Mazarine, naturalmente; sólo la reconoció en el lecho de muerte. Le sucedió el pisaverde Giscard D'Estaign, quien repartió sus astucias de alcoba entre la carnal Bardot y la «Enmanuelle» Sylvia Krystel. Chirac no fue nada del otro mundo, un picaflor hiperactivo, pero tan gris como su política. Con decir que le motejaban con el sobrenombre «Tres minutos, ducha incluida», está todo dicho. Sarkozy, sin embargo, fue otra cosa. Su apasionada apuesta por la Bruni, a la que coronó como la musa erótica de Francia, dulcificó sus obsesiones y le permitió prolongar la leyenda de la casa. Pero el verdadero tigre del Elíseo todavía estaba por llegar. Nadie habría sospechado que bajo esa pinta de jefe de negociado que ofrece Hollande se escondía un seductor irresistible, un tenorio y un brazo de mar del «boudoir». «Formidable», lo ha definido, rendida, su última conquista, Julie Gayet, por supuesto actriz de profesión. En efecto, hay que ser muy formidable para convocar una rueda de prensa política y que se acrediten de golpe 700 periodistas, como ocurrió ayer. En vista de todo lo cual, y teniendo en cuenta que Hollande le debe el cargo, es probable que Dominique Strauss-Kahn sopese volver a la política. Basta con que elija una actriz adecuada.