Restringido
Elogio de Montoro
El ministro Cristóbal Montoro se ha despachado bien esta semana dando estopa por doquier, a propios y extraños, y sobre todo reivindicándose a sí mismo. Confieso que, aunque de manera crítica, le tenía hasta ahora en mi colección de políticos respetados y que, desde este momento, ha pasado a la categoría de los preferidos. Un ministro de Hacienda que, cuando le mencionan el invento pepero de la economía con alma, reacciona diciendo que eso es una tontería porque no existe una economía sin alma, merece un elogio, aunque sea crepuscular como este que ahora escribo, pues la legislatura se acaba y, seguramente, ya no veremos a Montoro en esa cartera.
En sus declaraciones confiesa que a él le avalan las cifras y que no necesitará escribir unas memorias para justificarse, como hizo hace tiempo Pedro Solbes y ahora, Miguel Sebastián. «No ambiciono nada más –añade–, estoy muy orgulloso de lo que hemos hecho». Y es que, cuando se mira con perspectiva, en el balance de su actuación pesan sin duda más los aciertos que los errores.
Montoro empezó la legislatura con una reforma del impuesto sobre la renta que irritó a las clases medias –singularmente a los votantes del PP– y que tuvo mediocres efectos recaudatorios, pero después subió el IVA, extendiendo así la base fiscal del país, y diseñó una panoplia de medidas de contención del gasto, de manera que, al final, entre unas y otras, acabó reduciendo suficientemente el déficit público –que era una rémora para la salida de la crisis–. Además, hace pocos meses ha aflojado la presión del IRPF dándole a su diseño una progresividad inédita, sustrayéndole así una de sus banderas a la izquierda.
También desarrolló el principio constitucional de la estabilidad presupuestaria, jugando duro en el papel, aunque tratando con guante de seda a ayuntamientos y comunidades autónomas para terminar controlando sus finanzas por medio de una panoplia de instrumentos financieros de nuevo cuño que han dado al ministerio de Hacienda un poder inusitado. Montoro, en esta materia, lo controla todo. Y aunque no se mete en cómo los políticos locales y regionales se gastan sus dineros, sí les conduce a adquirir compromisos en la senda de la consolidación fiscal. El camino tal vez sea lento –y así nos lo parece a los que, como yo, tenemos prisa–, pero debe reconocerse que está resultando inexorable.
Y luego está todo lo demás. Una incomprensible amnistía fiscal desvanecida por los progresos en la información sobre capitales y rentas, y por los avances en la lucha contra el fraude. O la imparable modernización de la gestión recaudatoria. Y así, un etcétera con el que el ministro Montoro dejará a quien le suceda un camino allanado, con menores dificultades que las que él encontró al ocupar el despacho de la calle de Alcalá. Y no es que no queden cosas por hacer –pues está pendiente una revisión a fondo de nuestro sistema fiscal o también una reforma amplia de la financiación autonómica–; es que, seguramente, las apreturas para hacerlo ya no ahoguen.
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