Alfredo Semprún

En los campos de Venezuela sólo prosperan los mosquitos

En 1948, el año en que Ceilán (la actual Sri Lanka) accedió a la independencia, el país del Índico registraba casi tres millones de casos de malaria al año. Con la inestimable ayuda del vilependiado DDT y de unas prácticas de salud pública pioneras, en 1963 la maldita enfermedad se podía dar por erradicada, al notificarse sólo 17 casos. Luego vino la guerra civil, con su rosario de penurias, y en 1999, los casos registrados habían subido hasta el cuarto de millón, con decenas de miles de muertes. Décadas de lucha contra el paludismo se habían ido por el sumidero del descuido y la violencia. Pero volvió la paz, se reanudaron las campañas de erradicación del mosquito trasmisor y, en 2011, las notificaciones habían descendido a 175. Si todo va bien, Ceilán quedará libre de malaria en este 2014, demostrando que la lucha contra una de las enfermedades que más vidas se lleva en el mundo no es ninguna utopía inalcanzable. La mejor arma es la perseverancia, que en términos de Gobierno se traduce por presupuestos adecuados, técnicos en salud pública bien formados y educación ciudadana. Si me permiten un inciso personal, recuerdo que hace más de treinta años, en la playa de Varadero, unos niños cubanos me pidieron ayuda para voltear una vieja barca porque «tenía agua y criaba mosquitos». Es decir, si incluso en el comunismo castrista, paradigma de la ineficacia económica, era posible mantener a raya el paludismo, no se acierta a comprender por qué Venezuela es uno de los tres países del mundo donde la malaria se extiende, en lugar de disminuir. Comparte el «honor» con Guyana y Argelia. El último boletín epidemiológico, con datos hasta diciembre de 2013, da cuenta de 76.621 contagios, lo que supone un incremento del 49,4 por ciento con respecto al año anterior. En conjunto, mientras en Iberoamérica se han reducido los casos de malaria en un 58 por ciento entre 2000 y 2012, Venezuela ha visto un repunte del 40 por ciento en el mismo período. Se puede argüir que se trata de un brote epidémico localizado en el estado de Bolívar, causado por la irrupción de la minería ilegal y la subsiguiente deforestación, pero, en cualquier caso, actúa como una bomba de expansión y ya se han registrado cientos de contagios en Miranda y Portuguesa. Además, se da el mismo panorama con el dengue –lo transmite el mosquito Aedes aegypti y su variante hemorrágica es mortal–, cuya incidencia no deja de crecer, principalmente en el estado de Zulia. Se han registrado 63.726 casos en 2013, un 36,4 por ciento más que en 2012. Venezuela, se mire donde se mire, hace agua. Se desborda la inflación, se deprecia el bolívar en el mercado negro, hasta llegar a las 70 unidades por un dólar; la política de control cambiario produce escasez de productos básicos, desde harina hasta papel de periódico; el crimen mata a 20.000 personas cada año, los apagones eléctricos son cada vez más frecuentes, la producción doméstica está por lo suelos y los militares, poco a poco, se van haciendo con el control del sistema económico y financiero. Sí, el dengue y la malaria no son más que otros síntomas de la imparable caída del país hacia el abismo. Y lo peor es que, una década de socialismo bolivariano después, Nicolás Maduro se permite el desahogo de llamar fascistas a quienes pretenden que algo cambie.