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Ángela Vallvey

Enojos

La Razón
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Hace ya tiempo, una amiga me contó un episodio vergonzante del que fue protagonista involuntaria. Un embajador la invitó a almorzar, junto con otras personas, casi todas extrañas, con poca o ninguna confianza entre sí. El «maître» leyó los platos del día. Destacaba el suculento «filete de vaca vieja». Mi amiga, una imprudente que siempre bromea incluso en situaciones inconvenientes, cuando nadie se da cuenta de que está ironizando, soltó entre risas: «¡Eh!, eso de ‘vaca vieja’... ¿no resulta un poco ofensivo?». Uno de los comensales, un perfecto desconocido para ella, respondió: «Oye, ¿es que te sientes aludida por lo de ‘vaca vieja’, o qué...?». El embajador, el «maître» y el resto de invitados masculinos –muy educados, a diferencia del interfecto–, enmudecieron de bochorno. Sus caras se pusieron del color del filete de vaca vieja (muy poco hecho). Mi amiga habló luego de «machismo grosero», pero yo no me puedo creer que un señor como ése fuese machista. Por otro lado, solemos confundir machismo con «masculinismo» airado: una corriente contemporánea muy fogosa, recurso habitual frente a la frustración de género. A diferencia del machismo, el masculinismo indignado es una reacción primaria, vehemente, miedosa ante el (lento) empoderamiento femenino; se sirve de una zafiedad misógina de baja intensidad cuyo objeto es la desvalorización del género «mujer». Mediante la descalificación proteica y aparentemente frívola, ligera e informal de las mujeres, y tratando de guardarse muy bien de ser identificado como un machista –que está condenado social y legalmente en muchos casos–, el masculinista enojado intenta que la mujer contemporánea vuelva al redil de la «cárcel corporal», desposeerla de su fuerza social señalando públicamente su debilidad (por su edad, fealdad, enfermedad, incapacidad... etc.). El masculinista exasperado sabe que el paradigma retrógrado del machismo ha sido derrotado de manera absoluta por la historia, y que tal fracaso tiene su reflejo en la ley, que ampara el estatuto jurídico de la igualdad de las mujeres. Pero asimismo aspira a recuperar lo que él cree una querella ancestral y justa que deja patente la «inferioridad natural» femenina. El masculinista irritado se siente perjudicado por el desmoronamiento del paradigma machista, y también es consciente de que tiene mucho que perder (incluso ante la ley) si se muestra declaradamente como un machista. Por eso es taimado, huidizo, pávido, y evita la autoafirmación. No lucha con cachiporras trogloditas, sino con incultas intemperancias y ramplonería verbal. En su estilo.