El desafío independentista
España no es Grecia
Las principales portadas de la prensa internacional han abierto con imágenes de las cargas policiales contra los participantes en el referéndum de independencia catalán. Las más de 450 personas que, de acuerdo con la Generalitat, han resultado heridas como consecuencia de la actuación de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado han encontrado, como no podía ser de otro modo, su eco entre los principales medios de referencia globales. Guardando las debidas distancias, las imágenes de violencia podrían evocar a la comunidad internacional experiencias similares a las de sociedades en proceso de descomposición; por ejemplo, la larga crisis griega que terminó en la insurrección del gobierno de Syriza contra la Unión Europea, con todas las nocivas repercusiones –también en el ámbito económico– que ello terminó ocasionando.
Así las cosas, ¿corremos el riesgo de que la economía española –y la catalana– se deterioren gravemente por la difusión de estas dolorosas fotografías en el extranjero? Ciertamente, todavía es pronto para poder emitir un juicio ponderado sobre cuáles serán las últimas consecuencias económicas de la actual escalada de enfrentamientos entre las instituciones españolas y una parte de la sociedad catalana.
Hace unos días, el propio Banco de España reconocía que «las tensiones políticas en Cataluña podrían afectar eventualmente a la confianza de los agentes y a sus decisiones de gasto y condiciones de financiación», es decir, la autoridad monetaria comenzaba a reconocer posibles repercusiones internas del proceso independentista, y todo ello sin siquiera tomar en consideración los posibles efectos de la «internacionalización» del conflicto.
Sin embargo, y pese a la premura para efectuar valoraciones de más largo plazo, sí debemos reiterar que la admonición del Banco de España puede quedarse sólo en eso, en una simple admonición sin más repercusiones reales. De momento, la situación de la sociedad y de la economía española a día de hoy no tiene absolutamente nada que ver con la situación de la sociedad y de la economía griega durante los años más duros de su crisis. Al cabo, las imágenes de violencia en las calles de Atenas eran el síntoma de un Estado quebrado, incapaz de mantener los elevadísimos niveles de gasto público a los que se había acostumbrado su población.
O dicho de otro modo, el conflicto griego exteriorizaba la bancarrota económica del gobierno y, justamente por ello, los inversores huían en desbandada del país. El conflicto catalán tiene, por el contrario, raíces muy diferentes. Un porcentaje elevado de la sociedad catalana quiere separarse del Estado español y éste trata de impedirlo hacia uso de la ratio última de todo Estado, a saber, la violencia. En otras palabras, la tristísima violencia que presenciamos ayer a lo largo de toda Cataluña no es el síntoma de una insolvencia económica sobrevenida de las Administraciones Públicas que, en consecuencia, vaya a espantar a los inversores internacionales, sino de un conflicto de legitimidades políticas mucho más profundo.
Lo anterior, empero, no significa que ese conflicto político no pueda terminar degenerando en una crisis económica de calado. Un enfrentamiento mucho más abierto entre las instituciones españolas y catalanas –una escalada, extensión y enquistamiento del conflicto–incrementaría sustancialmente la incertidumbre y sí podría golpear a la economía.
De momento, todavía estamos lejos de ese punto, pero podríamos acercarnos a él dependiendo de los pasos que vayamos dando a partir del 2 de octubre. Esperemos que durante las próximas semanas podamos regresar a un clima de sensatez y cordialidad que vaya cerrando (y no en falso) las muchas heridas abiertas hasta el momento. No ya sólo por una cuestión meramente crematística, sino sobre todo para que la convivencia vuelva a ser posible dentro de nuestra sociedad.
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