Alfonso Ussía

Estatuas

Una muchedumbre airada de ucranianos partidarios de la Unión Europea ha tumbado una enorme estatua de Lenin. El gran tirano por los suelos. Pero ¿qué daño, o más daño, podía hacer Lenin a Ucrania desde su piedra esculpida? Lenin es parte, y muy fundamental, de la reciente Historia de Ucrania. ¿Se atrevió algún ucraniano a derribarlo cuando estaba vivo? Si la respuesta es negativa, igual de negativa es la demolición de su monumento. Las estatuas, a su manera, narran los aconteceres y los tiempos de las naciones. Ahí están, para bien o para mal, reafirmando hechos y presencias indiscutibles. Los que son capaces de derribar una estatua que no puede defenderse amparados en la confusión de la multitud no están muy alejados de la más primitiva cobardía. Se me antojó ridícula y cruel la imagen del gran monumento de Sadam Husein besando el suelo. Y las escaramuzas nocturnas para descabalgar a Franco, cuando en cuarenta años nadie se atrevió a pedirle que se bajara del caballo. La Historia no se borra tumbando estatuas, sino aprendiendo de los errores del pasado. Paseo habitualmente por los Nuevos Ministerios y nunca se me ha pasado por la cabeza derribar la estatua de Largo Caballero, un socialista ladrón y permisivo con el crimen y las checas. Me parece oportuno tenerlo ahí, presente y afortunadamente inmóvil, para recordarnos que los tiempos de ese farsante no son los nuestros. Pero lo fueron de otros españoles, y si han decidido algunos que merece estar ahí, para eso están las palomas urbanas.

Centenares de imágenes del Sagrado Corazón o de Cristo crucificado fueron fusiladas en los amables años de la Segunda República bajo la presidencia de Azaña, cuando Madrid se convirtió en una hoguera de conventos quemados y obras de arte sacro calcinadas. La cultura. Se fusila o se derrumba una imagen por frustración, por la ira que nace de quienes odian y no pueden satisfacer sus ansias de linchamiento. En el Museo Naval de Madrid se exhibe una estatua de bronce de Alfonso XIII fusilada por un pelotón del Frente Popular. Se quedarían encantados, los idiotas. Cuando murió Stalin, los soviéticos desmontaron muchos de sus monumentos. Aquel incomensurable asesino georgiano mantuvo el orden en la URSS gracias al pavor que su persona producía. Ese pavor es también Historia de la URSS y de Rusia. Los más partidarios de derribar a Stalin son los comunistas, pero nadie les va a liberar del estigma. Las estatuas y los monumentos tendrían que ser intocables, pero ya se sabe hasta donde alcanza la brutalidad de una muchedumbre enfurecida.

Recientemente, y fuera de la política, unos vándalos maltrataron el monumento a Curro Romero levantado en los aledaños de la Plaza de Toros de Sevilla. Se trató de un acto de reivindicación antitaurina. Curro Romero, uno de los hombres más pacíficos que conozco, sufrió en su bronce la ira de los cobardes y los incultos. Todo lo que se funde en bronce o se esculpe en piedra y mármol, pasa a ser patrimonio de la sociedad, y está ahí para ayudar a recordar, a agradecer, a analizar y a rechazar su ejemplo. Una ciudad sin monumentos es una ciudad sin pasado. Otra cosa es que el pasado guste o se aborrezca, pero nadie puede borrarlo.

No puedo considerarme un admirador de Lenin. Lo visité en su mausoleo de la Plaza Roja. Está de dulce de momia. Pero nada más. No inspira terror y menos odio. Por su figura pasa una historia roja de sangre y tiranía. Atracción turística, y poca cosa más. Es de cretinos desahogar la ira en los ayeres.