Antonio Cañizares

Fiesta de la Asunción

El viernes celebraremos la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María. Una de las fiestas más entrañables y más entrañadas en el alma de España, y de mayor antigüedad en ella. Son muchos siglos transcurridos desde que comienza a celebrarse esta fiesta en las tierras hispánicas, antes incluso que en la mayoría de países de nuestra área cristiana. La misma tradición española no se puede separar de esta fiesta. En muchos pueblos de nuestra geografía, además, se le une también la fiesta patronal dedicada a una advocación o imagen especial de la Virgen María. La mirada y el corazón de nuestro pueblo están puestos, una vez más, en la Madre del Cielo, que en esta fiesta contempla triunfante con su Hijo Jesucristo en la gloria de Dios. «Como Jesús resucitó de entre los muertos y está sentado a la diestra del Padre, así también María, terminado el curso de su existencia en la tierra, fue elevada al cielo». Así, celebramos «la glorificación, también corporal, de la criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús, en la Cruz, dio como Madre a toda la humanidad» (Benedicto XVI). A Ella, en la tradición eclesial, se refiere el libro del Apocalipsis cuando dice: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza». En el triunfo y glorificación de esta Mujer, la Iglesia vislumbra el cumplimiento de las expectativas y la señal de la esperanza cierta y segura. Es cierto, «la Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros porque, como afirma el Concilio Vaticano II, María ''brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo''. Ahora bien, estamos tan inmersos en las vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe» (Benedicto XVI).

Sin duda alguna, uno de los problemas más importantes de la sociedad actual, de nuestra cultura y aún de nuestra Iglesia, es la debilidad en la esperanza, la falta de fe y de esperanza en las realidades últimas, en la vida eterna, en el cielo, en nuestra glorificación, en la futura resurrección, en las promesas de Dios, que son Dios mismo: realidades, por lo demás, que evoca la fiesta que celebramos en este día de la Virgen. En estas realidades, «las cosas de arriba», como dice san Pablo, que evoca consoladoramente la Asunción de María, está el núcleo de nuestra fe: «¿Cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado nuestra fe no tiene sentido... Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos» (1 Cor, 15) . Si esta fe y esta esperanza se obscurecieran o se disiparan, ya no podríamos llamarnos de verdad cristianos; y perderíamos el mordiente y el sabor que nos convierte en sal para una tierra amenazada de insipidez y de falta de sentido verdaderamente humano para vivir. Sin esa fe en la resurrección y en nuestra llamada esperanzadora a entrar en el Reino de los cielos, como maría Asunta, perderíamos, así mismo, el mordiente y la fuerza para mostrar un hombre nuevo frente a ese hombre light de la civilización de nuestros días, que vive a ras de tierra y para el momento presente, superficial producto de nuestros días que no ha experimentado la felicidad ni la paz interior, que lleva por bandera y seña la marca nihilista de hedonismo-consumismo permisividad-relativismo. Todos ellos enhebrados por el materialismo: un hombre sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito y al gozo ilimitado y sin restricciones. Este hombre light carece de referentes, tiene un gran vacío moral y no es feliz, aun teniendo materialmente casi todo». Le falta lo principal, le falta Dios, le falta el cielo, le falta la esperanza que anticipa ya aquí el Reino de los cielos.

Al proclamar la fe de la Iglesia que cree en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, los cristianos están ofreciendo también a todos motivos fundamentales para la renovación de la vida personal, –una vida con hondura, asentada en el firme cimiento del bien y del amor, de miras altas y de grandeza de ánimo, libre verdaderamente, verdadera; al proclamar esta fe, como hace la Iglesia en la Asunción de la Virgen, en las realidades últimas los cristianos ofrecen asimismo motivos fundamentales para la regeneración de la convivencia social, y el establecimiento de la tierra nueva en la que habite el bien, la verdad, el amor, la justicia, la libertad. Porque el don supremo de sí mismo al hombre por parte de Dios, pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de estos pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y bien supremo. La grandeza de María, la toda santa, la criatura llevada a la perfección, fidelísima al proyecto de Dios en todo, y por eso asunta a los cielos en cuerpo y alma, en toda su humanidad, nos evoca la perfección y a la altura, la grandeza y dignidad a la que está llamado el hombre, que no se contenta con menos que Dios, con menos que el cielo, donde está Dios, que es Dios para siempre. Por eso, María asunta a los cielos, «es ejemplo y apoyo para todos los creyentes. Nos asegura su ayuda y nos recuerda que lo esencial es buscar y pensar en ''las cosas de arriba, no en las de la tierra''. En efecto, inmersos en las ocupaciones diarias, corremos el riesgo de creer que aquí, en este mundo, en el que estamos solo de paso, se encuentra el fin último de la existencia humana. En cambio, el cielo es la meta verdadera de nuestra peregrinación terrena. ¡Cuán diferentes serían nuestros días si estuvieran animados por esta perspectiva! Así lo estuvieron para los santos, singularmente para María, la toda santa: su vida testimonia que cuando se vive con el corazón constantemente dirigido a Dios, las realidades terrenas se viven en su justo valor, porque están iluminadas por la verdad eterna del amor divino» (Benedicto XVI).

¡Cuánto necesitamos de esta verdad en los momentos críticos que atravesamos para caminar con esperanza!