Ángela Vallvey

Futuro

La Razón
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Conozco a varios jóvenes (me parece que son demasiados) que no saben qué hacer con sus vidas. Se encuentran perdidos, indecisos, desalentados. No están motivados para estudiar, ni para trabajar, y tienen el convencimiento de que excesivos esfuerzos, encaminados hacia donde sea, no merecen la pena. Ésa quizás sea una de sus pocas opiniones firmes. Han vivido una vida cómoda, de abundancia extrema si la comparamos con lo que ha sido el estado del ser humano corriente a lo largo de los siglos. Ni siquiera se puede decir de ellos –como haría Marx en otros tiempos– que han soportado una enajenación antropológica impuesta por una inevitable alienación económica. La inmensa mayoría de nuestros abuelos tuvieron que luchar duramente para salir adelante. Incluso comer era una andanza incierta cada día. Sin embargo, pese a tantas dificultades, peligros y estrecheces –o en parte debido a eso–, casi todos tenían un proyecto vital que sería la envidia de los muchachos de hoy. Se planteaban la existencia de una manera consciente ya desde niños. Tenían metas y objetivos claros, tanto en el plano personal como en el laboral, social, económico... Soñaban con obtener bienes o cultivar afectos que enriquecieran sus vidas material y espiritualmente. Construían con arrojo un «modo de vida» propio, en el que encontraban refugio ante la aventura inquietante de la existencia. Se empeñaban en sobrevivir, sacando energías de flaqueza. Y eran valientes, aunque sintieran miedo la mayor parte del tiempo. No se dejaban engañar por metas inalcanzables. Tenían los pies firmemente anclados en la tierra. Como sus sueños eran modestos, la mayor parte de las veces terminaban por hacerlos realidad. Eso aumentaba su autoestima y la confianza en sí mismos. Las mujeres leían cuentos de príncipes que se enamoraban de modistillas, pero luego elegían para casarse al hijo del tendero. Los hombres no sentían aprensión ante el fuego del hogar, y se atrevían a construir una familia. No es que todo fuese idílico –brutalidad, miseria, enfermedad y maldad son lacras de la humanidad, y siempre lo serán–, pero ellos al menos poseían una evidente esperanza y la indudable certeza de que existía el futuro. Lo que parece que diferencia a aquellos abuelos de estos chicos de ahora es precisamente eso: las expectativas sobre el porvenir. Antaño, la juventud veía clara la posibilidad de construir el mañana con sus manos. Hogaño, los jóvenes esperan poco de lo que está por llegar.