José Antonio Álvarez Gundín

Gabo y el dictador

A Borges le afearon siempre su debilidad frente a los milicos argentinos; y tenían razón. A Cela le echaron en cara, incluso en el lecho de muerte, que se hubiera ofrecido al franquismo nada más terminar la Guerra Civil; y tenían algo menos de razón. A García Márquez, sin embargo, no le han reprochado ni un adarme su vasallaje al castrismo; y no tienen ninguna razón. Gabo, el genio que revolucionó de raíz la narrativa en español y ensanchó el universo de los lectores, no pasará a la historia de los que lucharon por la libertad de los ciudadanos ni por la democracia en una América Latina sojuzgada por las dictaduras de distinto pelaje. Aun sin tener en cuenta su condescendencia con las FARC, los narcoterroristas que han ensangrentado Colombia, la sumisión de García Márquez al tiranosaurio del Caribe, su amigo Fidel, que le ha sobrevivido, es de todo punto lamentable. Salvo algunos casos muy aislados (Norberto Fuentes y poco más), no movió un solo dedo de su mano poderosa en amparo de los escritores, intelectuales, periodistas y artistas que sufrieron persecución, cárcel y muerte. En el célebre «caso Padilla», inclinó la cerviz ante Castro y no tuvo el coraje de otros dos Nobel latinoamericanos, Octavio Paz y Vargas Llosa, que con su valentía arrancaron la máscara totalitaria del régimen. Tampoco lo tuvo cuando fusilaron a amigos suyos, como Tony La Guardia. Antes al contrario, se prestó a ser figurante de lujo, la guinda decorativa que el castrismo exhibía en las grandes ceremonias, y a cumplir los recados del sátrapa sin desarmar la sonrisa. A García Márquez hay que amarle apasionadamente por lo que escribió, pero jamás por lo que calló. Como creador le debemos gratitud eterna, pero como intelectual comprometido con la libertad no le debemos nada.