Alfonso Ussía
Gracias por tanto
Mi cuerpo de niño temblaba de emoción. Primer partido de mi vida en Chamartín. Me llevó un hermano de mi madre, Pedro Muñoz-Seca. El estadio, aún sin terminar, rodeado de descampados. En las plataformas traseras de los tranvías se apiñaban y sujetaban los que no pagaban el billete. Juanito Alonso, Navarro, Oliva, Lesmes; Muñoz, Zárraga; Joseíto, Olsen, Di Stéfano, Molowny y Gento. Las cuatro y media de la tarde. Los balones, amarillos. La Policía Armada forma en dos hileras y saltan al campo los dos equipos. Las tribunas, humeantes de puros habanos. En los fondos, los socios y las avalanchas. Empezaba la gloria del Real Madrid. Gracias a Di Stéfano, se llenaba el estadio, y una temporada más tarde empezaron a llegar, goteados, los grandes futbolistas que formaron el mejor equipo del mundo. Santamaría, Santiesteban, Kopa, Rial, Marquitos, Puskas, Marsal y Mateos, «Fifirichi», que se llevaba unos chorreos y unas broncas del maestro permanentes. Y un sevillista y un bético. Pepillo y Del Sol. Didí, fracasado, y un gran brasileño, Canario. Teníamos mi padre y hermanos un abono para seis, pero siempre entrábamos siete. El portero de la Puerta 20 era el mismo portero que el de nuestra casa, Aureliano. De compañeros de tribuna, dos amabilísimos y otoñales alemanes, más madridistas que el propio don Santiago. Insultaban al árbitro en alemán, para que nuestros cándidos oídos no padecieran. Aquel año de mi primera visita a Chamartín aún lucían los jugadores del Real Madrid las medias oscuras con la vuelta blanca.
Gracias por tanto, Alfredo. Gracias por tanta felicidad regalada. Y a tantos. Eran tiempos difíciles que yo no sufrí, pero sí decenas de miles de madridistas que tenían depositados en el fútbol del Real Madrid todas sus esperanzas, sus alivios y sus alegrías. De ahí en adelante, la repanocha. Cinco Copas de Europa consecutivas. La Sexta, robada por orden de la UEFA por los árbitros ingleses Ellis y Leaf. Lo del segundo en el campo del Barcelona constituyó la mayor desvergüenza arbitral del siglo XX. Eso era el Real Madrid. Para vencerlo había que atracarlo. Coincidió mi padre con el equipo en un vuelo a Niza. Se disputaba una eliminatoria de la Copa de Europa, y el equipo francés era bastante bueno. Durante el vuelo, Raimundo Saporta le tranquilizó. «Si marcan, empatamos. Si nos meten el segundo, volveremos a empatar. Pero no ganaremos en Niza para que haya mejor entrada en Chamartín en el partido de vuelta». Eran tan buenos que se permitían esos lujos en aquel fútbol que se sostenía exclusivamente con las recaudaciones taquilleras. De casi todo aquello era responsable Alfredo Di Stéfano, inflexible sobre la hierba, amigo profundo cuando el partido terminaba. Así al portero argentino Domínguez, el «Largo», que gustaba mucho de adornar sus paradas con palomitas excelsas. Remató el gran Enrique Collar, del «Aleti». El balón iba desviado, y Domínguez se lanzó en bellísima palomita, le resbaló el balón –balones amarillos–, por los guantes y se la metió en su portería. Gol. Alfredo se acercó a su paisano: «Ché, está bien que te metan gol cuando el balón va a la portería, pero no cuando va fuera».
Era un asombro. El día que discutió con Bernabéu y Muñoz y se marchó al Español de Barcelona, todos los madridistas del mundo se sintieron huérfanos. Porque Di Stéfano lo llenaba todo. A Dios gracias volvió, porque tenía al Real Madrid agarrado al alma. Como entrenador, como técnico y finalmente como Presidente de Honor. Di Stéfano dio mucho más al Real Madrid que el Real Madrid a Di Stéfano. Lo ha escrito Florentino Pérez, el Presidente que tuvo la feliz idea de proponer a don Alfredo como Presidente de Honor a la Asamblea General de socios. Y los últimos años de su vida los pasó con plena felicidad, sintiéndose querido y admirado por las nuevas generaciones de madridistas que no lo vieron jugar. Era indiscutible. Se sentía más español que argentino, pero mejoró su acento porteño en La Castellana. Hablar con él de fútbol y de la vida era una delicia. Su primer golpe de vista, escondido en la timidez, podía resultar chocante. Pero detrás de aquella lámina seria había un derroche rebosado de sabiduría, ironía, humor y sobre todo, bondad. Tuve el honor de que aceptara el Premio a la Trayectoria que lleva mi nombre instituido por mi periódico. Me senté muchas veces con él en el «Jose Luis» del Bernabéu y el «Frontón» de Pedro Muguruza, con su vieja guardia de amigos. Javier Gil de Biedma, Santiago Muguiro, Augusto Comas, El «Quisquilla» Álvarez Mon, Jose Luis Ibañez... Le oí, en diferentes versiones, lo que ayer recordaba José Luis Martín Prieto. «En el fútbol hay que ganar, y cuantos más goles se metan al adversario mejor. Y hay que luchar para que no te los metan. Lo demás es verso, puro cuento, cursilería».
Aquel niño que temblaba terminó siendo su amigo. Estoy fuera de Madrid, pero mi corazón se ha aplanado de tristeza. Gracias por todo, gracias por tanto, gracias en nombre de tantos que se adelantaron a tu marcha y no tuvieron la oportunidad de manifestarte su gratitud. Fabricaste mi Real Madrid, la maravilla de mi niñez, el de los domingos por la tarde caminando a Chamartín. Allá donde estés, en el olimpo de los genios humildes y bondadosos, allá donde estés, muchas gracias por tanta felicidad regalada a tantos que la necesitaron.
Y habrás tenido la oportunidad de constatar aquello que un día comentamos y no nos atrevimos a asegurar. Que Dios se hizo madridista cuando tú llegaste. Y lo sigue siendo. Feliz vida nueva, don Alfredo.
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