Alfonso Ussía

Hijos y emoción

Emocionante la capilla ardiente de Adolfo Suárez en el Congreso de los Diputados. Emocionantes casi todos los escritos y opiniones referidos a su persona, a su honestidad y a su coraje. Me ha extrañado el olvido que en muchos de esos escritos y opiniones ha protagonizado el Rey. Suárez fue un gran invento del Rey. Y no arrinconemos en la esquina de la ingratitud a Torcuato Fernández Miranda: «Le he dado al Rey lo que me había pedido». Es decir, el nombre de Adolfo Suárez en la terna para designar a quien llevaría a España de la dictadura a la democracia. Los mejores años de nuestra vida, aquellos de la transición. Y los más difíciles, los del continuado y atroz terrorismo de la ETA.

Pero hay un componente igualmente emocionante en torno a la gran figura del hombre al que hoy casi todos lloramos y que apenas ha merecido la atención de quienes, de alma, corazón o con la boca pequeña, han dedicado sus elogios al duque de Suárez. Me refiero a su familia. A su mujer, Amparo, y a sus hijos Mariam, Adolfo, Laura, Sonsoles y Javier. En cualquier conversación con Adolfo, su familia estaba siempre presente. Y en algunos componentes de ella, trágicamente presente.

Adolfo Suárez Illana, que es un gran señor, escribió a su madre un precioso poemario. Un día que almorzamos en un restaurante en la carretera de La Coruña me confesó el porqué de la elección del mismo. Estaba en el quinto coño. –Perdona que te haya citado tan lejos, pero esta tarde quiero visitar a mi madre–. Con elegancia, evitaba el rasgo siniestro. Su madre había fallecido semanas atrás y le llevaba a su tumba flores y poemas. Ya estaba Adolfo con la mitad de su cerebro en las sombras. No quería ver a nadie. Pasó la sufriente y larga agonía de Amparo al lado de la cama donde su mujer se apagaba, sin permitir que nadie interrumpiera la paz del inmenso amor que se le iba, que se le escapaba. Para mí, que aquel sufrimiento valientemente asumido en la soledad influyó de manera cruel en la progresiva desolación de su mente.

Y amaba a sus hijos. Adolfo era su orgullo. Como Mariam, a la que no vio morir porque su fallecimiento se produjo cuando Adolfo no sabía quien era. Y hablaba orgulloso de la lucha tenaz y victoriosa de Sonsoles, vencedora del mal bicho del cáncer, periodista. Y de Laura, también atacada en un pecho por las células malignas, y de Javier, el más pequeño, que sobrevivió a un grave accidente de carretera. En la realidad de su familia, Adolfo Suárez fue tan grande y valiente como en su actividad política.

La gran fotografía de Adolfo Suárez y el Rey tiene un autor, que de haber cobrado sus derechos sería millonario. Adolfo Suárez Illana. Cuando el Rey le concedió el Toisón de Oro, Adolfo hijo organizó la visita. –¿Quién eres?–, le preguntó Adolfo al Rey. –Soy tu amigo-, le respondió Don Juan Carlos. Y entre las nubes, Adolfo interpretó que era cierto, que aquella persona le recordaba a algo, y que en efecto, le caía muy bien. Pasearon por el jardín, y en un momento dado el Rey pasó el brazo por los hombros de quien no se enteraba del todo de lo que sucedía, y Adolfo Suárez aceptó el gesto de cariño. Caminaban hacia un macizo de plantas y Adolfo Suárez Illana inmortalizó el momento. Quienes habían hablado, discutido y despachado miles de horas, y en los momentos difíciles compartiendo todos los cafés posibles y probables hasta alcanzar la madrugada, caminaban abrazados mientras el Rey hablaba y Adolfo sonreía.

Esa imagen preside muchos hogares de España. Ahí la tengo enfrente, cuando ahora escribo. El Rey con su mejor hallazgo, su gran Presidente. El padre que camina hacia no se sabe donde mientras su hijo detiene el segundo de la gran emoción. Eso, el padre y el hijo.