Joaquín Marco

Italia, por ejemplo

Pecamos de ingenuos al creer que la democracia de comienzos del siglo XXI puede ser idéntica a la del siglo XIX. Podemos observarlo con mayor claridad si tomamos en consideración la penosa crisis que azota buena parte del mundo occidental, si pensamos en el problema que supone la globalización y una superestructura económica que, gracias a los nuevos métodos tecnológicos, se ha tornado casi impenetrable para el común de los mortales. Cabe añadir a todo ello que esta revolución tecnológica ha diseminado toda suerte de artilugios entre una población que cree poseer, al coste de una pulsación, cualquier clase de conocimiento. Italia, por proximidad y parentesco, es un buen ejemplo de las dificultades por descubrir un sistema democrático que represente, mediante partidos, los deseos de una comunidad. Habrá ocasión de ver cómo se plantea el proceso electoral que ha de culminar el día 24 de febrero, aunque a grandes rasgos pudimos observar como la destrucción de las dos grandes formaciones que dominaron parte del siglo XX, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, se deshicieron como un azucarillo en el café, dando pie a la conformación de múltiples grupúsculos que, asociados o no, condujeron desde la partitocracia al populismo y a Berlusconi. E inmediatamente a la salvación de tan excesivo desgaste hasta Mario Monti, un tecnócrata que, apoyado por Angela Merkel, salvó de momento los muebles. El juicioso presidente de la República Giorgio Napolitano se lamentaba de que los partidos hubieran desperdiciado otra legislatura. Hubiera debido preguntarse, sin embargo, si aquellos partidos políticos o las tendencias de centroderecha o centroizquierda, si Pier Ferdinando Casini, cuyos orígenes deben remontarse al proceso de demolición de la Democracia Cristiana o Gianfranco Fini, defensor de los derechos del Norte, procedente del neofascismo, podían o pueden ser capaces de reconducir un panorama harto convulso.

Desde el centroizquierda Walter Veltroni, antiguo alcalde de Roma, ha dejado paso a Pier Luigi Versani, secretario del PD, versión actualizada y descafeinada del desaparecido PC italiano. Tampoco puede dejarse de lado en un muy complejo panorama, donde proliferan pequeños grupos que intentan aprovechar el descontento general, la presencia de Silvio Berlusconi (PDL), quien se considera a sí mismo como fundador de la II República italiana y que asegura, aprovechando sus medios propios de difusión, que cada vez que se dirige desde ellos a los italianos sube tres puntos en popularidad. Pero, por encima de todos, Mario Monti mantiene su prestigio de buen gestor. No va a presentarse a las elecciones, ni va a encabezar un partido. Es senador vitalicio y ésta, cree, ya resulta una buena excusa para no enfrentarse al dictamen de las urnas y al desgaste partidario. Sin embargo, tampoco renuncia a presidir el futuro gobierno: «Si algunas fuerzas políticas me proponen como presidente del Ejecutivo –asegura– podría decir que sí». Su planteamiento consistiría en servirse de partidos que habrían de coincidir en su programa: superar las diferencias, si es que se mantienen, entre la derecha y la izquierda. Al borrar esta diferencia pretendería superar el sistema de partidos tradicional: «No soy partidario de nadie, sea del centro, de la derecha o de la izquierda» remarcó. Defensor, pues de su «cambio», entiende que la diferencia entre derecha e izquierda resulta poco fructífera. Su programa, agenda o «manifiesto» no deja de ser una continuación del proceso reformista realizado hasta hoy. Monti es un tecnócrata que sobrevuela, sin mojarse, el Parlamento entero y que tiene como enemigo a Berlusconi. Su visión es centrista y aglutinaría las fuerzas moderadas. Sería, pues, un delegado de una parte del Parlamento, dispuesto a utilizar sus conocimientos sobre el complejo mundo financiero para ir capeando una crisis que los italianos sienten algo menos que nosotros, sin poner en cuestión, claro está, los principios fundamentales que rigen el sistema.

Monti, el tecnócrata, es el símbolo de la decadencia de la política. Puede llegar a dirigir un país, como lo ha hecho, sin pasar por las urnas. Porque en la democracia del siglo XXI las urnas no son ya tan trascendentales. La desconfianza hacia los partidos, aunque se voten más tarde, quedó reflejada en el movimiento de los «indignados» del pasado año. Sin voluntad organizativa partidaria, asamblearios como lo fueran en sus inicios los protagonistas de la Revolución Francesa en el siglo XVIII, desde jóvenes a ancianos, se convierten en la voz discrepante que se hace oír en las calles. Como apunta Fernando Vallespín en el título mismo de su libro: «La mentira os hará libres. Realidad y ficción en la democracia», la democracia tiende a lo simbólico. Como en el mundo literario, ficción y realidad parecen conjugarse. El lector, en su caso, se adentra en una novela aceptando, de antemano, el papel de realidad que adquiere en el instante de la lectura. Una vez iniciada esta realidad, construida con palabras (o en el caso del cine con imágenes), se entiende como verdadera. Nuestra democracia está forjada por una retórica simbólica, aunque los poderes reales sean auténticos y, a menudo, no identificables. Las elecciones italianas van a ser también como un mundo de ficción. Hemos de estar ya advertidos de que los programas electorales son un mero espejismo y la cruda realidad llega más tarde. ¿Descubriremos otras formas más racionales de organizar las sociedades superando las diferencias entre clases sociales? No ha sido así a lo largo de la historia y tampoco parece probable. Queramos o no, los partidos representan. Son imágenes con las que podemos o no identificarnos, aproximarnos al valor de su simbología, pero de momento parecen todavía insustituibles. Italia será, de nuevo, un buen ejemplo.