Jesús Fonseca

La esposa del Rey

Está claro que no necesita panegíricos. Doña Sofía se defiende sola, con su destreza en ser útil, con su buen hacer, día tras día. El entusiasmo y el cariño con los que se la acoge en toda parte y las encuestas –que la sitúan como la persona más valorada de la Familia Real–, sustentan lo que digo. Así que no es su defensa lo que me mueve a escribir esta gacetilla. Pero me molesta, como a una inmensa mayoría, que se vea contaminada por el malestar que late –y con razón– en la sociedad española, por tantas y tantas cosas. La Reina, que sabe que la grandeza se mide sólo por la capacidad de servir, sabe juntar el valer con el afecto; no se va por las ramas del inútil discurrir. Jamás una destemplanza, una mala cara. En la vida se hará la víctima, aunque caigan chuzos. Acostumbrada, desde cría, a que las cosas se tuerzan, su capacidad para suavizar tensiones y salir de cualquier atolladero, es bien conocida. Ella está allí para arrimar el hombro. Convencida de que sólo la rectitud es cosa de veras y todo lo demás de burlas. Siempre atenta a que salgan bien las cosas, como estamos viendo estos días, aunque no pueda más, aunque reviente, aunque se muera. Doña Sofía une a su agudeza, ese maravilloso don que es la ironía. Tiene muchas cualidades, la esposa del Rey. De ellas nos beneficiamos los españoles. Pero hay una que sobresale: la autenticidad. Eso que Gracián llama «saber jugar de la verdad». Por eso derrama, allá donde va, sentido común y templanza. ¿Alguien duda, a estas alturas del paseo, de que la esposa del Rey ha mejorado la genética de los borbones?