Martín Prieto

La gran guerra de Alfonso XIII

Alfonso XIII, junto a Víctor Manuel de Saboya, requirió a Primo de Rivera. «Te voy a presentar a mi Mussolini». Como diría un cursi, el fascismo marcaba tendencia, y ésa fue una de las desdichas del Rey. Fue monarca al nacer y a poco de andar ordenaba a su edecán «aúpa al Rey» para que le montara en su primer caballo. Era inevitable la frivolidad y el desprecio por la excelente nómina de intelectuales de su época. Junto a Primo acabó con las guerras marruecas pero le tocó un país medievalizado en el que la República, como un taumaturgo, prometía justicia, igualdad y felicidad. Ideologizar la forma del Estado (o idealizarla) siempre ha sido una degeneración intelectual. No poco mérito tuvo manteniendo España neutral en la Gran Guerra, ahora hace cien años. Obviamente la Reina Victoria Eugenia era anglófila, como buena parte de la Corte, mientras la burguesía apostaba por los Imperios Centrales. La matanza no tuvo paliativos: la Cruz Roja Internacional de Henry Dunant no había asentado sus estructuras y los dos primeros tratados de Ginebra sobre toma de prisioneros resultaban papel mojado. Ingleses, franceses, italianos, austrohúngaros, rusos, rumanos..., quedaron al albur del vencedor ocasional en un combate. Alfonso XIII comenzó a recibir cartas pidiendo su mediación por los presos y los desaparecidos, y entendió la deshumanización en que estaba cayendo Europa. Creó la primera ONG del mundo y a escala estatal. Convirtió el Palacio de Oriente en una gigantesca oficina con funcionarios sin libranzas e ingentes archivos que se conservan, y nuestras Embajadas devinieron en centros de investigación y comunicación en todas direcciones. Se logró hacer llegar ayuda y médica alimenticia a los campos de concentración y, sobre todo, se localizó y dio noticia de miles de prisioneros, conectándolos con sus familias. Alfonso XIII empeñó su nombre en el rescate de la familia imperial rusa, garantizando su neutralidad a cambio de un exilio en Japón tras cruzar Siberia. El Zar Nicolás II, la Zarina, sus cinco hijos (incluido el pequeño Zarevich hemofílico), el médico y el servicio fueron asesinados en Ekaterimburgo por orden de Lenin. Los desórdenes de la postguerra, la pandemia de la gripe española (que no era española) y hasta el crack del 29 disolvieron la memoria de aquella gran oficina del Palacio de Oriente. Alfonso XIII cometió muchos errores, pero aquélla fue su hora mejor. Merecería una modesta placa recordatoria por poner cara a tanto sufrimiento.