Martín Prieto
La imprescindible voz de los obispos
El gran Carlos (Herrera) comentaba cariñosamente de monseñor Rouco Varela que no tenía semblante para el pescante de un carromato hacía el Rocío. Es cierto, pero pocos saben de sus padecimientos físicos que no le impidieron regir la Iglesia española largamente y bajo dos Papados. Se va porque le toca institucionalmente, pero se queda como indiscutible intelectual eclesiástico y hombre de moral, ese concepto perdido en nuestra fronda democrática. Su chófer pudo denunciar a las despechugadas que quisieron vejar su ancianidad, pero las dejó ir en paz, y no sé si bendiciéndolas. Sus amigos le equiparan al cardenal Cisneros, lo que resulta una ucronía histórica, pero él, junto a Tarancón, ha tenido que navegar las más difíciles tormentas entre la Iglesia y el Estado. Ambos con el dogma hicieron una transición eclesial más encomiable que la política. Confundiéndome de canales me detuve brevemente en una tertulia televisiva de máxima audiencia en la que un orador afirmó solemnemente que el Gobierno proponía las leyes que le redactaba la Conferencia Episcopal, como si Rouco Varela estuviera entusiasmado con la ley de aborto de Ruiz-Gallardón. Los obispos no pueden ser menos que los imanes que prohíben la muerte del nasciturus, so pena de que la parroquia se mude a la mezquita. A la postre nuestros problemas se asientan en políticos de escasa calidad, nepotismo, corrupción, corruptelas, pérdida de valores, egoísmo existencial. La moralidad perdida está en la Iglesia, con sus muchos defectos (algunos criminales) y en ella se puede encontrar esa esperanza desde el ateísmo al orientalismo. Falta Cristo, como están ausentes Zaratustra o Confucio, sí, pero que desde el nihilismo con representación parlamentaria se pretenda equiparar catolicismo con judaísmo o islamismo en un Estado forzadamente pluriconfesional es una de esas ocurrencias propias de la desaparecida alianza de civilizaciones que tantos millones y neuronas nos costó. El legado de Rouco es la asignatura de la moral.
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