José Jiménez Lozano

La lucha por la civilidad

La Razón
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Obviamente, este asunto de la civilidad en la vida pública como en la privada no tiene nada que ver con lo que se llama lo «políticamente correcto», y es admirable comprobar cómo los mejores de nuestros antepasados lucharon por encima de toda decepción para echar una capa verdadera de civilidad a las relaciones públicas a la vez que a las privadas, algo que resulta todo un logro y nadie debe poder patear.

Suficiente sería evocar la lucha para la mayor despolitización y neutralidad política de la administración pública tras los desastres de la alternancia en el poder entre liberales y conservadores reflejada en la desgraciada figura del cesante, que tan lacerantemente nos evocó don Benito Perez Galdós, en «Miau», o la del diputado cacique, incluso forzado a serlo, como un diputado murciano creyó preciso explicar por qué lo era, afirmando: «Si mando, riego: si no mando, no riego». Y un miliciano nacional, cincuenta años atrás, Baltasarito, hijo de la patrona que George Borrow tenía en Madrid, cuando estaba por aquí vendiendo Biblias, explicaba a su vez por qué se veía obligado a dar un par de golpes en el paseo del Prado en cuanto suponía que alguien tenía un olor a realista o absoluto, porque ¿cómo iba a saberse de otro modo que él era liberal? Y ¿cómo iba a saberse en otros casos que se era absoluto, si no se metía la cabeza de los liberales en el abrevadero de las ovejas? Desgraciadamente, éstas han sido señas de identidad y la marca de denominación de origen de la política española, y por eso hubo gentes que lucharon para sublimar esas acciones identificatorias demasiado bárbaras, y se logró pasar de los estacazos y las metidas de cabeza en el abrevadero a fórmulas puramente orales afortunadamente cada vez menos broncas y más corteses.

Pero el progreso moral y de la civilidad no se adquieren para siempre como una conquista científica, y todavía hubo una atroz guerra civil cuyos protagonistas supervivientes de un lado y otro tuvieron el coraje y el sentido común de superar el estadio de brutalidad, aunque parece que esto ahora no se ve con demasiada ilusión, y como si hubiese una nostalgia de la bruticie, y han surgido aquí y allá espectáculos incluso bastante más fuertes que los de Baltasarito y los mozos absolutos en vez de acercarnos todos, de nuevo, al tiempo de la razón, y la razón de Estado al estricto imperio del derecho y del bien común.

Es decir, a una gobernación que responda a nuestras necesidades comunes de justicia elemental y realizaciones de necesidades públicas, en todos los órdenes de cosas y una gobernación barata como las que siempre prometía don Práxedes Mateo Sagasta, y que cumplía bastante aceptablemente. Es decir, exactamente la democracia que dice Leszek Kolakovski que es la única que no gusta al Diablo, porque es absolutamente neutra y práctica, sin color ni sabor ni otros etcéteras, y que entonces es imposible que desemboque en un totalitarismo.

El totalitarismo es siempre la compra de nuestras vidas con la promesa de salvación, liberación, regeneración, certificado de denominación de origen de la felicidad y demás acostumbradas retóricas del caso en nombre de un abstracto. Pero ya no nos es posible pensar ni por un solo momento en la ilusión que el señor Hegel tuvo un día de que el Estado encarnaría la moralidad humana, porque tenemos sobre nosotros una horrible montaña de cadáveres que hicieron todos esos pensamientos demiúrgicos de renovación del mundo, que sería convertido en una balsa de aceite. ¿Para qué querríamos una tal piscina de aceite? Lo importante es que todo el mundo tenga ocio y negocio como para poder ser persona a parte entera. Al fin y al cabo, lo que se le pide al Estado y a la política es que tengan un plus mínimo de presencia de lo justo que decía San Agustín que distinguiría de una mera cuadrilla. Y para esto no se necesitan ni pregones ni promesas.