Julián Redondo

La luz

Sonríe Simeone con el segundo gol de Villa al Betis. Sonrisa franca, abierta hasta los ojos que destellan satisfacción y rebosan esa alegría de quien se ha quitado un peso de encima, el de aquel que apuesta prestigio y confianza contra una especie de cojera crónica y descubre, por fin, que acertó con el pronóstico y la cura. Simeone celebra los triunfos del Atlético, las paradas de Courtois y los goles de Diego Costa, Villa, Raúl García o Cristian Rodríguez, de Koke y Gabi, ahora también de Óliver Torres, a quien bastaron 13 segundos para entrar en la historia rojiblanca. Pronto será pasado. Como antes Fernando Torres, Agüero, Forlán y Falcao.

El Atlético genera talento para la exportación. La luz le dura lo que un resplandor, y se apaga. Su gloria individual es efímera y el triunfo colectivo, una cuestión de fe, aplicada por «El Cholo» sin fisuras. No admite dudas sobre el futuro del siguiente partido ni la menor euforia sobre el futuro en general. Tanto y tan poco es el Atlético, que celebra la internacionalidad de Koke o «la pelea entre dos países amigos», que dice Del Bosque, por atraer a Diego Costa, que se irá más allá de la selección que sea.

El porvenir de las estrellas en el Atlético es la diáspora, y la resignación, el sino de sus aficionados. Porque saben que según crezca la fama de sus figuras más cerca estarán de la salida. Se lo he escuchado a un directivo del club, a quien un seguidor imploraba, con esa ingenuidad que debería perdurar por los siglos de los siglos, que habría que hacer lo imposible para mantener esta exitosa plantilla y, no sólo eso, apuntalarla. La respuesta le dejó helado: «Si se van Costa, Koke u Óliver, otros vendrán. Antes se fueron Torres, Agüero y Falcao. No pasa nada». Claro que pasa, ocurre que se pierde identidad y que Christopher Walken no siempre va a ganar a la ruleta rusa. El Atlético se ha pegado varios tiros por practicar ese juego maldito. Quedan balas en el tambor para más de siete vidas. Y la luz se deshizo.